Posbipartidismo
(Publicado en Diario SUR de Málaga, el 3 de noviembre de 2016)

Hay que tener en cuenta que un sistema de
partidos no viene conformado sólo por el número de estos y el peso relativo,
determinado por el apoyo que le dan los electores, que cada uno tiene en el
conjunto. También lo está por la conducta y estrategias de sus dirigentes y por
el funcionamiento de las instituciones en las que los partidos están presentes.
Un determinado sistema de partidos suele implicar también un determinado estilo
de ejercer la representación política. En el bipartidismo, donde dos grandes
partidos se alternan en el poder, el que vence en las elecciones se queda con
el gobierno y el que obtiene el segundo puesto pasa a liderar la oposición, de
la que sólo saldrá cuando logre vencer a su oponente en otra convocatoria
electoral. La tendencia natural de sus líderes no es, pues, al pacto o la
transacción, sino, por el contrario, a marcar con claridad y contundencia (las
«líneas rojas») lo que le distingue de su competidor: aspira a derrotarlo en
las urnas, no a negociar con él. En un sistema de fragmentación
multipartidista, por el contrario, el gobierno nunca es alcanzable sin el
acuerdo de varios partidos, un acuerdo cuyos protagonistas, grado e intensidad (pacto de investidura o de legislatura,
gobierno de coalición, etc.) dependerán de los resultados electorales. La cercanía
o lejanía entre los partidos y la disponibilidad para negociar con el
adversario programas y políticas varía tras cada convocatoria electoral.
Desde las elecciones de diciembre del año
pasado tenemos en nuestro país un sistema de partidos caracterizado por su
formato multipartidista y un estilo de ejercer la representación en gran medida
anclado en el bipartidismo anterior. Esta relativa incapacidad para adaptar la
forma de hacer política al nuevo formato del sistema de partidos ha podido
observarse ya en la primera demanda que debía satisfacer el Congreso nacido de
aquellas elecciones, la formación de gobierno. Que, in extremis, se haya evitado la convocatoria de unas terceras no
puede ocultar el ya notable hecho de que para investir un candidato hayan hecho
falta dos elecciones generales y que el Congreso haya necesitado casi un año
para encontrar un modo de gestionar la voluntad del pueblo expresada en las
urnas.
Las dificultades de adaptación han estado
presentes en prácticamente todos los actores políticos del sistema: el Partido
Popular ha seguido esgrimiendo hasta el último momento que su idoneidad para
formar gobierno se basaba más en haber sido el partido más votado (el canon del
formato bipartidista) que en su capacidad para concitar apoyos parlamentarios.
Los partidos nacionalistas, paradójicamente los mejor entrenados para al nuevo
escenario, pues su capacidad de transacción les había permitido sacar
importantes réditos de las imperfecciones del bipartidismo en el pasado, se
encuentran embarcados en demandas independentistas que han socavado su posición
negociadora en el nuevo escenario. Unidos Podemos ha priorizado en su actuación
su vocación de liderar un nuevo bipartidismo (es decir, la vieja política, pero
con «sorpasso»), subordinando a ese objetivo los posible pactos con los
adversarios más próximos. Ciudadanos, por su parte, ha pecado por exceso donde
todos los demás lo han hecho por defecto: es el que mejor ha entendido las
necesidades de la nueva política, sólo que está aún por ver que la nueva
política haya llegado para quedarse. Sin duda, donde de manera más dramática se
han puesto de manifiesto las dificultades de adaptación ha sido en el Partido
Socialista, cuyo exsecretario general se ha visto obligado a dimitir,
prisionero de unos compromisos adquiridos bajo la lógica del escenario político
anterior (el triple no) pero difícilmente presentables como herramienta de
negociación en el nuevo.
La incógnita que ahora se abre es si a lo
largo de la presente legislatura nuestros partidos políticos serán capaces de
adaptar su estilo de ejercer la representación a la nueva situación. Dependerá
en gran medida del actor político más importante de todos, el electorado. Es
cierto que, por dos veces, los electores se han mostrado a favor de un formato
multipartidista. Pero está aún por ver que en el futuro incentiven con su voto
a los partidos que mejor se adapten a él. Si la opinión pública premia la
intransigencia y castiga la voluntad negociadora, es casi seguro que nuestros representantes
también preferirán seguir con el viejo estilo de hacer su trabajo.
Tanto
el sistema bipartidista como el multipartidista tienen ventajas e
inconvenientes. Nuestro sistema político ha funcionado razonablemente bien con
el primero y probablemente podría hacerlo también con el segundo. Pero si el
nuevo formato multipartidista se consolida, será cada vez más difícil seguir ejerciendo
la acción política bajo pautas de conducta propias del viejo bipartidismo.
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