El difícil arte de censurar construyendo
(Publicado en Diario SUR de Málaga, el 31 de mayo de 2017)
LA moción de censura está en nuestra Constitución porque la copiamos de los alemanes. Está feo que lo diga un profesor, pero lo cierto es que hicimos bien en copiar. En 1948, cuando se redactó la Constitución alemana (entonces, sólo de la parte occidental del país), una de sus muy justificadas obsesiones era aprobar un texto que impidiera una dictadura como la que acababa de ser derrotada por los aliados. Aunque las razones del ascenso del nazismo son mucho más complejas, sin duda una de ellas fue la inestabilidad gubernamental: Adolf Hitler fue nombrado canciller, o sea, presidente del gobierno, después de tres elecciones consecutivas en las que no hubo ningún candidato que pudiera conservar la confianza del Reichstag, el Parlamento de la malograda república de Weimar. Tras su nombramiento ya no hubo más elecciones: Hitler terminó con la república y disolvió definitivamente el Reichstag (una medida quizá innecesaria, teniendo en cuenta que previamente se había ocupado de incendiarlo).
LA moción de censura está en nuestra Constitución porque la copiamos de los alemanes. Está feo que lo diga un profesor, pero lo cierto es que hicimos bien en copiar. En 1948, cuando se redactó la Constitución alemana (entonces, sólo de la parte occidental del país), una de sus muy justificadas obsesiones era aprobar un texto que impidiera una dictadura como la que acababa de ser derrotada por los aliados. Aunque las razones del ascenso del nazismo son mucho más complejas, sin duda una de ellas fue la inestabilidad gubernamental: Adolf Hitler fue nombrado canciller, o sea, presidente del gobierno, después de tres elecciones consecutivas en las que no hubo ningún candidato que pudiera conservar la confianza del Reichstag, el Parlamento de la malograda república de Weimar. Tras su nombramiento ya no hubo más elecciones: Hitler terminó con la república y disolvió definitivamente el Reichstag (una medida quizá innecesaria, teniendo en cuenta que previamente se había ocupado de incendiarlo).
De manera que, después de la guerra, los
alemanes (y los americanos, que no le quitaban ojo y ocupaban buena parte de su
territorio) decidieron aprobar una Constitución que garantizara la democracia,
pero también la estabilidad de los gobiernos. Para ello, reformularon la
llamada moción de censura, que es el instrumento constitucional que sirve para que
el Parlamento pueda derribar al Gobierno retirándole su confianza. La moción de
censura se introdujo en la nueva Constitución, pero con un carácter
«constructivo». Desde entonces, el único modo que tiene el Parlamento alemán de
retirar la confianza a un presidente del Gobierno es poniendo al mismo tiempo a
otro en su lugar, de modo que la pérdida de confianza no conduce a la
disolución de la cámara y la convocatoria de elecciones anticipadas, sino que
un nuevo presidente y un nuevo Gobierno ocupan automáticamente el puesto del que
se acaba de censurar.
Treinta años más tarde de que los alemanes
aprobaran su Constitución, los españoles nos pusimos manos a la obra con la
nuestra. Lo primero que hicimos fue mirar a nuestro alrededor, a las constituciones
de los países a los que queríamos parecernos. En este punto, el ejemplo alemán
nos venía como anillo al dedo: también nosotros habíamos tenido una democracia
inestable que había sido derribada por un golpe de Estado y un dictador que
había intentado parecerse al suyo hasta que no tuvo más remedio que cambiar de
amigos para mantenerse en el poder. Así que, casi sin discusión, la moción de
censura a la alemana pasó a nuestra Constitución. Cuarenta años después estamos
en condiciones de hacer un balance de la decisión tomada en aquel momento. Y el
balance es ciertamente paradójico: fue una decisión equivocada que, con el
tiempo, ha resultado ser la más acertada.
La equivocación de nuestros constituyentes fue
creer que los españoles, a los que de nuevo se les iba a dar la oportunidad de
votar en elecciones libres, iban a elegir a partir de 1978 parlamentos tan
fragmentados como los que solían darse en los años treinta, y que por lo tanto la
estabilidad gubernamental sólo podría asegurarse en nuestra nueva democracia
mediante refuerzos constitucionales como la moción de censura constructiva. Pero
no fue así: pronto las preferencias políticas de los electores cristalizaron en
torno a dos grandes partidos políticos con amplios apoyos parlamentarios
(durante muchos años, con mayoría absoluta) que nos aseguraron, sin necesidad
de mayor auxilio, años de gobiernos sólidos, legislaturas estables y
alternancia política (aunque también de rodillos parlamentarios y obstáculos al
siempre necesario control del gobierno). Pero los padres de nuestra Constitución
también acertaron al equivocarse, pues quedó garantizado en su texto un
refuerzo de la estabilidad gubernamental que podría resultar muy necesario si la
opción de los electores volvía a ser la fragmentación del Parlamento. Aunque treinta
años más tarde de lo que habían previsto, ése es el escenario al que nos han
conducido las últimas convocatorias electorales.
En todo este tiempo la moción de censura ha
pasado a tener en nuestra vida política un papel un tanto errático: dada la
tremenda dificultad de censurar construyendo, no ha cumplido su función de llevar
al poder un nuevo presidente sin pasar por las urnas, sino que se ha intentado
usar para acentuar ante los electores el carácter presidenciable del que
presenta la moción, con la intención de concitar un mayor apoyo en las siguientes
elecciones. Pero usar la moción de censura como primer acto de campaña
electoral tiene sus riesgos. De las dos veces que se ha hecho en todos estos
años de democracia, una salió bien, catapultando a Felipe González al gobierno,
y otra mal, condenando a Hernández Mancha al ostracismo político. El intento de
Pablo Iglesias del próximo 13 de junio será pues el tercero, de manera que
pronto sabremos el sentido del desempate. Una de sus claves será precisamente el
carácter constructivo de la moción, que, aunque de un modo distinto del
previsto, no dejará de condicionar el debate parlamentario: el reto del candidato
no será convencer a la opinión pública de lo mal que lo está haciendo quien
ocupa la Moncloa, sino de lo bien que lo haría él si fuera su nuevo inquilino.
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