15-J, cuarenta años después
(Publicado en Diario SUR de Málaga, el 15 de junio de 2017)
LLEVAMOS cuarenta años pudiendo votar en elecciones libres.
El 15 de junio de 1977, apenas un año y medio después de la muerte de Franco,
los españoles acudimos a las urnas para elegir democráticamente un Parlamento. Habíamos
estado otros cuarenta años sin votar (lo hicimos por última vez cuando elegimos
las últimas Cortes de la II República). Desde entonces, lo hemos hecho en
libertad en más de una docena de ocasiones, además de en las elecciones a los parlamentos
autonómicos, los ayuntamientos y al Parlamento Europeo. Ésa es la trascendencia
del aniversario, redondo, que se celebra hoy: cuarenta años de elecciones
libres, que es tanto como decir casi medio siglo de democracia.

El solo hecho de haber vivido tanto tiempo en libertad, sin
interrupciones autoritarias, ya es, de por sí, digno de celebrar, pues es la primera
vez que lo conseguimos en toda nuestra agitada historia política. Pero si
hubiera que hacer balance, ¿qué sería lo mejor y lo peor de este largo período?
La elección de qué poner en el primer platillo de la balanza
es, creo, fácil de hacer: lo mejor que hicimos fue la Constitución, el mayor
logro de aquellas Cortes elegidas hace cuarenta años. Por primera vez,
conseguimos llevar a la práctica en nuestro país la receta que nuestros vecinos
europeos llevaban tiempo practicando: no aprobar una Constitución sólo de la
mayoría, sino una Constitución con la que la minoría pudiera también gobernar
en el momento en el que dejara de serlo. Gracias a que lo hicimos así, hemos
tenido cuarenta años de estabilidad constitucional, que es la condición
necesaria (aunque, como es evidente, no suficiente) para la paz social y el
progreso económico. Una precisión: va de suyo que afirmar que la Constitución
fue nuestra mayor conquista no significa que no sea conveniente su reforma. De
hecho, es la propia Constitución la que la hace posible, regulando el
procedimiento que debemos aplicar para cambiarla.
¿Y lo peor? Aquí la decisión es más difícil de tomar. Para
ser coherente, habría que comenzar por descartar para el debe lo que acabamos
de poner en el haber, es decir, todo lo que no le gusta a una parte de la
población pero que se incluyó en la Constitución precisamente para concitar el
apoyo de la otra parte: en eso consistió el consenso constitucional. En mi
opinión, tampoco sería justo poner en este platillo decisiones que cuando se
tomaron fueron acertadas, aunque hoy sepamos que necesitan revisarse porque no
sirven para hacer frente a nuevas demandas sociales, como nuestra organización
territorial o el casi exclusivo papel de los partidos políticos en nuestra vida
pública. ¿Entonces? Es posible que lo que hayamos hecho peor en todo este
tiempo haya sido contar lo que hicimos bien a los que venían después de
nosotros.
En efecto, a pesar de algunos ensayos bienintencionados pero
fallidos (desde el efímero intento de “patriotismo constitucional” a la
asignatura de educación para la ciudadanía o las diversas leyes de memoria
histórica), lo cierto es que ni la generación que trajo la democracia ni la
que, justo detrás de ellos, la esperábamos con las mismas ganas, hemos sido
capaces de construir un relato común del momento fundacional de nuestro actual
sistema de convivencia, un relato que hoy sea aceptado con orgullo por los que
ya nacieron cuando la dictadura anterior era tan sólo un recuerdo cada vez
menos presente, los mismos que hoy ocupan puestos de liderazgo en nuestras
instituciones y nuestra sociedad civil.
Hay que reconocer que no era una tarea fácil: nuestra
transición fue fruto del consenso, sin duda el mejor camino para que, por fin,
se reconciliaran las dos Españas de Machado. Pero, por razonable que pueda ser,
en el pacto y la transacción suele haber poco espacio para la gloria, y aunque
sí que hubo, y mucho, comportamientos heroicos, ningún relato puede perdurar en
el tiempo sin un poco de épica. Del mismo modo que no habríamos tenido la
Ilíada si la guerra de Troya hubiera acabado en tablas, tampoco tenemos hoy una
narrativa de los años de nuestro proceso constituyente que pueda compartirse
por los que ahora rondan la treintena. Por supuesto que hablamos de un tiempo
que conocen, pero no se trata de conocerlo, se trata de sentirlo, y valorarlo,
como propio. Puede que no sea casualidad que, mientras que abundan las
películas de ficción (algunas muy buenas) sobre la guerra civil, en la
filmografía de la transición predomine el género documental (algunos de ellos,
verdaderamente excelentes).
Es cierto que la ruptura generacional es en nuestra época (¿en
cuál no?) un fenómeno casi universal. Y por supuesto que no todos los que no
hicieron la transición piensan que se hizo mal y que habría que volver a
hacerla. Pero muchos de los que, más pronto de lo que piensan, tendrán que
empezar a enfrentarse a la mirada crítica de sus propios hijos, están
convencidos de que viven en un país muy mejorable porque sus mayores tomaron
las decisiones equivocadas en aquellos momentos fundacionales.
Lo peor que hicimos fue pasar el testigo. Es algo que urge
remediar.
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