El problema catalán y el problema de los catalanes
(Publicado en Diario SUR de Málaga, el 9 de septiembre de 2017)

Como es sabido, del problema catalán ya
tuvimos una brillante explicación por parte de Ortega y Gasset con ocasión de
su discurso en las Cortes de la IIª República en el debate de aprobación del
Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1932. Las relaciones entre España y
Cataluña, vino a decir Ortega, serán siempre conflictivas: estaríamos ante un
problema sin solución, o, mejor dicho, cuya única solución sería, en términos
de Ortega, la «conllevanza», es decir, su apaciguamiento, siempre temporal,
mediante pactos y fórmulas de compromiso que, sin contentar por completo a
nadie, dieran un mínimo de satisfacción a todos. La tesis de Ortega fue
inmediatamente rebatida, desde el mismo podio del Congreso de los Diputados, en
la réplica que le dio Azaña, como presidente de la República, para quien el
Estatuto que en ese momento aprobaban las Cortes tenía, por el contrario, una
vocación de solución duradera en el tiempo. Fue una refutación provisional: pocos
años después, ya casi al final de la guerra civil, Azaña reconoció que la
cuestión catalana seguiría siendo por mucho tiempo un permanente «manantial de
perturbaciones».
A partir de 1978, y durante más de cuarenta
años, las perturbaciones a las que se refirió Azaña han venido transcurriendo
dentro de los límites conllevables que preconizó Ortega. La Constitución
Española y los Estatutos de Autonomía de 1979 y de 2006, este último incluso
después de la Sentencia del Tribunal Constitucional que anuló parte de su
articulado, fueron buenos intentos de conllevarnos. No sólo eso: durante casi
medio siglo la sociedad catalana y la española han llegado a congeniar e
incluso intimar, sintiéndose parte de una democracia común, hasta el punto de
que durante todo ese tiempo una gran mayoría de los catalanes ha venido
pensando que no merecía la pena pagar el precio de separarse de España para
poder construir así una Cataluña independiente. Eso ha sido, al menos hasta
ahora, lo que el Estado autonómico ha garantizado a los catalanes (y, en gran
medida gracias a ellos, al resto de las regiones y nacionalidades españolas):
poder ser suficientemente independientes como para satisfacer los deseos de autogobierno,
pero sin el tremendo coste de tener que separarse de España (y, dicho sea de
paso, de la Unión Europea).
El recrudecimiento del problema catalán en los
últimos cinco años hace necesario aclarar una vez más cuáles son las reglas que
deberían necesariamente respetarse para intentar encontrar una fórmula que lo
apacigüe de nuevo. Son, básicamente dos: primera, no puede negarse la
posibilidad de que Cataluña cambie su relación política con el Estado español,
incluso hasta el punto de que llegue a independizarse por completo de España.
Segunda, ese cambio, incluyendo, llegado el caso, la independencia, sólo podría
ser fruto de una voluntad clara y suficientemente mayoritaria de los catalanes
en cuya manifestación tendrían que participar también el resto de los españoles,
pues su traslación jurídica no podría ser otra que la reforma de la
Constitución, huelga decir que mediante la aplicación de los procedimientos que
en ella misma se contemplan, que es algo sobre lo que todo el pueblo español
tiene derecho a decidir. Si la primera regla es importante (pues implica que en
una democracia constitucional no puede haber iniciativas que puedan ser excluidas
del debate político), la segunda no lo es menos (pues sólo el respeto de la
legalidad constitucional podría dotar de legitimidad democrática a una decisión
de esa transcendencia).
Pero ahora sabemos a ciencia cierta que el principal
problema al que se enfrentan los ciudadanos de Cataluña es otro: antes de decidir
qué tipo de relación quieren con España, deben decidir si quieren que Cataluña
siga siendo una democracia. La flagrante vulneración de la Constitución y el
Estatuto de Autonomía por parte de la mayoría parlamentaria que apoya al
gobierno de la Generalidad, y el desprecio a los derechos de las minorías que
se oponen al mismo, han puesto claramente en peligro la democracia en Cataluña.
Ese es el dilema al que se enfrentan ahora los catalanes: no si merece la pena
separarse de España, sino si merece la pena dejar de ser una democracia para
lograr a cambio una Cataluña independiente.
Cass Sunstein es un profesor de Derecho de
Harvard que pasa por ser en este momento el más citado del mundo. Es también un
friki de la saga de la Guerra de las Galaxias, hasta el punto de haber escrito
una deliciosa obrita («The World according to Star Wars») que ha sido una de
mis lecturas de playa de este verano. Viendo en directo la sesión del Parlament y recién terminado el libro de
Sunstein, no se puede dejar de recordar la glosa que, recordando los episodios
de advenimiento del autoritarismo que se han dado en la Historia, desde César o
Napoleón hasta Hitler, se hace de la frase que en «La venganza de los Sith»
pronuncia Padmé Amidala, senadora por el planeta Naboo, cuando contempla cómo
el Senado de la República da poderes excepcionales al canciller (pronto
autoproclamado emperador) Palpatine. Si vieron la película, seguro que la
recuerdan: «así es como muere la libertad, en medio de un estruendoso aplauso».
Si siguiera por ese camino, Cataluña correría el riesgo de convertirse, comparada
con las democracias constitucionales, en una galaxia muy muy lejana.
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