Permanente, pero revisable (y viceversa)
(Publicado en Diario SUR de Málaga, el 22 de marzo de 2018)
YA ES MALA SUERTE que para algo que tienen en común
partidarios y detractores de la prisión permanente revisable, se equivoquen en el
acuerdo. Cierto que cada grupo subraya lo que más le interesa de esta discutida
pena. Para unos, los que están a favor, lo relevante es que, aunque es permanente,
no deja de ser revisable: pretenden, de esa manera, poner de relieve sus
diferencias con la cadena perpetua, puesto que, al fin y al cabo, el carácter perpetuo
de la condena podrá desaparecer si el reo se arrepiente y resulta ser apto para
su reinserción social. Otros, los que están en contra, destacan que, aunque sea
revisable, no deja de ser permanente, pues las posibilidades de revisión de la
pena son sólo teóricas, lo que la convierte en una cadena perpetua de facto.

Unos y otros, sin embargo, parecen estar de acuerdo en que
el argumento transcendental, el que debe finalmente decidir la cuestión de la continuación
(o no) de esta controvertida figura en nuestro Código Penal, es el del su encaje
(o no) en la Constitución. Habría que derogarla, dicen desde un lado, pues es
inconstitucional. Nada de eso, dicen desde el otro: debe mantenerse, pues está
de acuerdo con lo que ordena la Constitución. Y es en este punto en el que ambos
grupos se equivocan. En mi opinión, se trata de una equivocación que conduce a
un error grave y, lo que acentúa aún más su gravedad, cada vez más reiterado.
El error al que me refiero es el que sustenta la afirmación
de que el principal, cuando no único, argumento a favor o en contra de una
determinada decisión política debe ser su compatibilidad con la Constitución. En
realidad, la Constitución deja un amplísimo margen al Parlamento en la gran mayoría
de las ocasiones, por lo que las opciones del legislador casi nunca se reducen
a no hacer lo que la Constitución prohíbe o hacer lo que esta ordena. Va de
suyo que, en los casos en los que es así, ese debería ser su proceder, y si no
lo fuera, a ello debería obligarlo el Tribunal Constitucional (TC). Pero si eso
ocurriera con la frecuencia con la que se oye afirmarlo a nuestros políticos, nuestro
país difícilmente podría catalogarse como una democracia: la Constitución
habría estrechado tanto el campo de la política que esta habría prácticamente
desaparecido. Votara a quien votara el pueblo soberano, y ganara quien ganara
las elecciones, las decisiones a tomar habrían sido ya determinadas por la
Constitución, a la que por lo tanto le seria indiferente el parecer de la
mayoría democráticamente expresado en las urnas.
Reducir los argumentos políticos a los constitucionales no
sólo puede implicar limitar de manera antidemocrática las opciones que deben permanecer
abiertas para la mayoría parlamentaria, sino que tiene, además, un riesgo
añadido: que se use la Constitución para justificar decisiones políticas a las
que parece no bastar la legitimación que en democracia da la mayoría. Esta es
un arma de doble filo: el legislador que busque sólo en la Constitución la
razón principal para actuar en un determinado sentido puede quedarse sin
razones en el caso que el argumento constitucional le falle. Pero lo constitucionalmente
permitido no se encuentra, sólo por ello, constitucionalmente obligado: la
Constitución, al permitir una determinada opción, no obliga a las Cortes a
introducirla en nuestro ordenamiento jurídico. Por eso, y a pesar de lo que
continuamente se escucha, cuando el TC establece que una decisión concreta de
política legislativa no es inconstitucional, no avala en modo alguno la opción
del legislador, tan solo aclara que esta, como tantas otras que podría haber
tomado, incluso de sentido contrario, no es incompatible con la norma
constitucional.
El caso de la prisión permanente revisable ilustra bien a
las claras estas diferencias: existen ciertamente argumentos que permiten
defender su constitucionalidad (por ejemplo, los que empleó el Consejo de
Estado cuando fue consultado al respecto), de cuya solidez tardaremos aún algún
tiempo en enterarnos, pues «sólo» hace dos años y medio (muy poco tiempo, para
el que acostumbra a tomarse el TC) que se planteó el recurso contra la misma.
Pero de lo que no cabe duda es de que, aunque finalmente resultara ser conforme
con la Constitución, seguirían subsistiendo importantes argumentos de política
criminal y penitenciaria que aconsejarían su derogación. En ellos habría que
centrar el debate parlamentario, pues la genuina obligación del legislador
consiste, sobre todo, en esgrimir sus propias razones a la hora de tomar las
decisiones que, dentro del marco constitucional, la Constitución le permite
adoptar.
Por razones que comparto con un nutrido grupo de juristas, y
de las que no toca ahora hablar, estoy en contra de la prisión permanente
revisable, es decir, a favor de que se derogue. Pero por razones que también comparto
con numerosos colegas (aunque no haya muchos en este grupo que estén también en
el primero), creo que esa pena puede no ser contraria a la Constitución. Y este
es el punto que me interesaba hoy resaltar: que es posible tener al mismo
tiempo una opinión contraria a su inconstitucionalidad y, sin contradecirse en
absoluto, favorable a su derogación.
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