Acusaciones populares





(Publicado en Diario SUR de Málaga el 19 de enero de 2025)

- Las reglas del juego (LXXX) - 



El juicio por la muerte de Luciana Borcino, salvajemente apuñalada y luego achicharrada en su casa de la calle Fuencarral de Madrid el 2 de julio de 1888, en el que sería acusada y condenada a la pena de muerte su empleada de hogar, Higinia Balaguer, fue uno de los primeros casos en los que intervino la acusación popular, introducida en nuestro país unos cuantos años antes. La ejerció un consorcio de la prensa de Madrid, que sufragó los gastos mediante una suscripción de sus propios lectores, algo muy parecido a los que hoy llamaríamos crowdfunding, dando cuenta a diario en sus periódicos del desarrollo de todas las sesiones del pleito, en uno de los primeros juicios paralelos de nuestra historia. Desde entonces, no ha sido extraño encontrar la acusación popular en casos que, aunque no siempre tan morbosos como este, llegaban a gozar de cierta popularidad ante la opinión pública.

Hace casi cincuenta años que la acusación popular fue incluida en nuestra Constitución como uno de los mecanismos de participación del pueblo en la acción de la justicia. Desde entonces, personarse en un pleito, aunque no se esté directamente perjudicado por el delito, puede llegar a suponer el ejercicio del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, y es por eso que los intentos de regularla, reduciendo los casos en los que podría estar presente, levantan siempre todo tipo de suspicacias.

Si en los siglos XIX y XX la acusación popular tuvo un gran protagonismo en casos escabrosos, en nuestros días ha sido decisiva para que sean juzgados graves delitos de corrupción política. Hay que reconocer, sin embargo, que la personación de partidos políticos y grupos afines en todo tipo de pleitos contra sus adversarios está contribuyendo en no poca medida a una indeseable politización de la justicia. Gracias a la sensatez de nuestros constituyentes, el reconocimiento constitucional de la acusación popular está supeditado a las condiciones que determine la Ley, así que es constitucionalmente posible que se legisle para poner freno al uso fraudulento que se pueda venir haciendo de ella. Por eso es lamentable que nuestros legisladores solo se acuerden de esos excesos cuando son ellos los perjudicados, y más lamentable aún que pretendan sin rubor aprobar normas generales para resolver problemas particulares de algunos de sus dirigentes. Tal como se está planteando la reforma de la acusación popular que acaba de iniciar su andadura en el Congreso, el remedio será probablemente peor que la enfermedad.


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