Malos Ejemplos
(Publicado en Diario SUR de Málaga, el 29 de mayo de 2016)

Pero, como todo postulado razonable, la
afirmación de que la vida de los políticos tiene que estar sometida al
escrutinio mediático debe siempre aplicarse respetando el principio de
proporcionalidad: también la Inquisición se dedicó durante mucho tiempo a
vigilar la vida la gente, pero ése sí que es un ejemplo del que convendría
distanciarse lo más posible. ¿Dónde están, pues, los límites? La Constitución
señala claramente dos: el derecho al honor y el derecho a la intimidad. Estos
derechos están directamente ligados a la dignidad humana, y, por esta razón, de
los mismos son titulares todas las personas. Esto incluye también a los
políticos, aunque su derecho al honor o a la intimidad reviste algunas
particularidades.
El derecho al honor nos protege frente a quien
lesiona nuestra reputación con afirmaciones falsas u opiniones injuriosas. Los
políticos, sin embargo, deben soportar la falsedad o la injuria mucho más que
los que no ejercemos cargos públicos: lo primero, porque el debate público debe
ser suficientemente robusto como para no prohibir las afirmaciones que podrían
resultar falsas, salvo que se hagan con plena consciencia de su falsedad; lo
segundo, porque el debate público debe ser suficientemente abierto como para
permitir las opiniones apasionadas o vehementes, con la única excepción del
insulto gratuito o innecesario.
El derecho a la intimidad, por su parte, prohíbe
que nuestra vida privada sea puesta a disposición de los demás sin nuestro
consentimiento. Puede resumirse, como gráficamente hicieron sus precursores, como
el derecho a que le dejen a uno en paz. Pero, del mismo modo que quien airea
voluntariamente su intimidad no podrá luego quejarse de lo que él mismo ha
propiciado, el que asume un cargo de responsabilidad política tiene también que
asumir que sus comportamientos privados dejarán de serlo en el mismo momento en
el que se demuestre que pueden repercutir en su gestión de la cosa pública.
En definitiva, tenemos derecho a políticos
ejemplares. Pero no tenemos derecho a entrar a saco en su vida privada para
comprobarlo. No siempre es fácil discernir en un caso determinado si debe
prevalecer el interés general en que el debate público sea amplio y desinhibido
o el interés particular de un político en que su honor no sea puesto en
entredicho o su vida privada puesta al descubierto (que es también, no se
olvide, el interés general de los demás en vivir en una sociedad en la que los
derechos fundamentales de todos sean debidamente respetados). Pero hay una
distinción, que, en mi opinión, debería aportar una considerable dosis de claridad a
este respecto: la que existe entre los medios de comunicación, por una parte, y los poderes y administraciones públicas, por
otra.
Del mismo modo que los medios de comunicación son
los perros guardianes de la democracia, los poderes públicos deben ser celosos
guardianes de nuestros derechos. Las administraciones públicas son hoy en día
las mejores conocedoras de la vida privada de los ciudadanos. Pueden conocer mi
historial médico, mis movimientos bancarios y mis cuentas con Hacienda, mis
multas de tráfico, mis diligencias de embargo, mi sentencia de divorcio, mis
antecedentes penales o policiales, mis calificaciones académicas, el importe de
mi hipoteca o el de mi sueldo. También los suyos. Pero su obligación es
custodiar fielmente esos datos, que no deben ser difundidos ni emplearse para
una finalidad distinta de aquella para la que fueron recopilados. En esa
obligación no valen distinciones entre los políticos y los que no lo somos.
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