Segunda primera vuelta
(Publicado en Diario SUR de Málaga, el 2 de mayo de 2016)

Una segunda vuelta tiene sus reglas. La más
importante es que sólo se celebra si ningún candidato ha alcanzado en la
primera la mayoría absoluta y que a ella sólo concurren los que hubieron obtenido
en ésta un determinado número de votos. Esta regla está pensada, sobre todo,
para elecciones de cargos ejecutivos (desde Alcaldes a Presidentes), y cuando
se aplica en las legislativas se hace con distritos uninominales, donde se
reparte sólo un escaño. Inaplicable, por tanto, en un sistema de distritos
plurinominales y reparto proporcional como el que rige en nuestro país para el
Congreso. Su objetivo, además, es evitar que puedan hacerse con el único escaño
en liza partidos que obtienen el mayor número de votos en un distrito teniendo potencialmente
en contra a la mayoría de los electores del mismo, pero poco puede hacer contra
la fragmentación electoral y aún menos contra la aversión al pacto de los
grupos parlamentarios, que son (sobre todo el segundo), los principales
problemas que debe afrontar ahora el sistema político de nuestro país.
Ahora bien, que no podamos implantar aquí este
sistema de ballotage, es decir, una
segunda vuelta con todas sus consecuencias, no significa que no podamos regular
elecciones como las de este verano de modo que vengan a ser, en la práctica,
una segunda ronda de las de la pasada Navidad. Si así se hubiera hecho, en esas
elecciones no habría que proclamar de nuevo candidaturas, pues seguirían siendo
válidas las de antes; no habría necesidad de llamar a la moderación del gasto
en la nueva campaña electoral, pues la ley no la contemplaría; no habría que
sortear de nuevo a los miembros de las mesas electorales, pues volverían a
actuar como tales los que se sortearon en las elecciones anteriores, etcétera. Con
todo ello, el ahorro sería considerable en términos económicos, incluso muy
considerable si se eliminaran también nuevas subvenciones por escaños y por
votos obtenidos, cuando hace poco tiempo que se cobraron las anteriores. Además
de dinero, ahorraríamos también en tiempo, al no tener que repetir de nuevo toda
una serie de trámites, sin los cuales dejaría de tener sentido que entre la
disolución del Parlamento y las elecciones medien nada menos que 54 días. De
hecho, la segunda ronda podría llevarse a cabo a la semana siguiente de la
disolución, con lo que, en el caso de las elecciones que se avecinan, estaríamos
votando no a finales de junio sino a mediados de mayo.
El ahorro económico y el acortamiento de
plazos serían sin duda significativos, más aún en tiempos de crisis y con una
interinidad gubernamental tan prolongada. Pero la mayor ventaja de esa nueva
regulación sería, probablemente, otra: que crecerían los incentivos para formar
gobierno, al menos en la misma medida que decrecerían los incentivos para
acudir de nuevo a las urnas, pues los partidos no podrían ensayar nuevas
estrategias distintas de las que ya ofertaron en la primera ronda electoral.
Por ejemplo, los que entonces se presentaron por separado no podrían ahora
unirse en coalición, ni los que apostaron por un líder cuyas expectativas ahora
se ven mermadas podrían decidir sustituirlo por otro. Por supuesto que a nadie
se le puede obligar a ser candidato a la fuerza, pero las posibles renuncias tendrían
necesariamente que resolverse con la incorporación del siguiente en la misma lista
que fue proclamada en su día.
Cierto que pueden esgrimirse también razones
en contra de toda esa regulación: para empezar, si la oferta anterior no
funcionó, ¿qué sentido tendría obligar a repetirla sin introducir ningún
cambio? O también: ¿por qué limitar la libertad de electores y candidatos si
éstos quieren mudar sus propuestas y aquéllos podrían preferir respaldar ese
cambio con su voto? Pero estos argumentos, que serían, sin duda, atendibles en
elecciones ordinarias, deberían ceder ante el carácter específico de las que
fueran consecuencia de la disolución automática de las Cortes que prevé la
Constitución cuando el Congreso no ha podido ni siquiera cumplir la primera
función para la que se le eligió, investir a un presidente del Gobierno.
Al Parlamento que es incapaz de generar
gobierno le llaman los ingleses un Hung
Parliament. Puede que a muchos de ustedes les importe más bien poco que el
Parlamento se quede colgado. Pero cuando esto sucede, el desaire es en realidad
para todos los ciudadanos. Por eso mismo, no se debería privar a los electores
del derecho a pronunciarse de nuevo precisamente sobre la misma (exactamente la
misma) oferta electoral. Ni eximir a los candidatos de entonces (exactamente
los mismos) de rendir cuentas por lo que han hecho o dejado de hacer en estos
meses.
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