Pactar, gobernar, administrar

(Publicado en Málaga Hoy el resto de las cabeceras del grupo Joly Andalucía el 26 de Mayo de 2015)

EL primer análisis de las elecciones celebradas el pasado domingo debe centrarse en las consecuencias de sus resultados para los miles de municipios y las 13 comunidades autónomas cuyos ayuntamientos y asambleas legislativas se han renovado. Es evidente que, salvo excepciones poco significativas, en prácticamente todos los casos se ha producido una ampliación del arco de partidos representados en ayuntamientos y parlamentos autonómicos como consecuencia del doble fenómeno de la nueva presencia de los partidos emergentes y la permanencia, si bien con una importante pérdida de votos, de los grandes partidos que desde la transición han venido ejerciendo en nuestro país tareas de gobierno u oposición. 

Con matices importantes tanto de un lado como del otro: entre los nuevos, la práctica desaparición de UPyD, abocada a la irrelevancia por su deficiente liderazgo, y la particular vía elegida por Podemos para afrontar la cita electoral en los municipios, mediante franquicias locales que, a pesar de los triunfos cosechados en las dos grandes capitales del país, le restan a nivel global coherencia y visibilidad. Lo contrario le sucede a Ciudadanos, que al concurrir a esas elecciones con listas propias consigue proclamarse, pese al menor número de votos cosechado, tercera fuerza política del país. Del lado de los grandes partidos, resisten PP y PSOE, que siguen presentándose como pilares de un bipartidismo ciertamente debilitado pero cuya defunción vuelve a posponerse, mientras que IU acelera su paso hacia la marginalidad, sin conseguir siquiera satisfacer sus modestas aspiraciones de quedarse como estaba. 

La pérdida de mayorías absolutas en prácticamente todos los parlamentos autonómicos y los ayuntamientos abre el gran interrogante de la gobernabilidad. Aquí, sin embargo, el marco legal es significativamente distinto en comunidades autónomas y municipios: en las primeras (salvo un par de excepciones) sólo puede generarse gobierno mediante una candidatura que consiga, al menos, el apoyo de la mayoría relativa del respectivo parlamento. Como ya sabemos, la génesis de gobierno puede ser dificultosa y alargarse en el tiempo, y no puede descartarse que en algunos casos no haya más remedio que repetir las elecciones. En los ayuntamientos, por el contrario, la ley no contempla esa posibilidad y asegura, al mismo tiempo, que imperativamente habrá un alcalde en cada municipio tras la sesión constitutiva de la corporación, que debe celebrarse a los 20 días de las elecciones. 

A diferencia de los presidentes autonómicos, los candidatos de las listas más votadas en los ayuntamientos no necesitan ni siquiera la mayoría relativa de los concejales para ser nombrados alcaldes, basta con que no haya otro candidato apoyado por la mayoría absoluta. Los efectos prácticos de esta disposición son evidentes: para gobernar una comunidad sin mayoría absoluta hace falta que al menos parte de la oposición se abstenga, en los ayuntamientos se puede hacer incluso con toda la oposición en contra, siempre que ésta no sea capaz de acordar (con 19 días de plazo desde hoy) un candidato (y un programa) alternativo. 

El segundo análisis de estas elecciones las pone en relación con las generales que se celebrarán antes de final de año. Es muy discutible que los resultados electorales sean trasladables de una a otra, ni siquiera de manera aproximada. A la distinta naturaleza de cada convocatoria hay que unir la extraordinaria volatilidad del comportamiento electoral de los españoles de un tiempo a esta parte. Es cierto que ha habido en nuestro país elecciones locales que trascendieron más allá del ámbito de su convocatoria: las de 1931, por ejemplo, supusieron nada menos que el advenimiento de la II República. En el actual marco de estabilidad institucional, está por ver que éstas puedan ni siquiera considerarse elecciones críticas, es decir, aquellas en las que el electorado, más allá de la alternancia propia del sistema, inaugura unos nuevos patrones de voto que, a partir de entonces, permanecen estables durante un nuevo ciclo. Para ello tendría que consolidarse el nuevo formato de cuatro partidos con posibilidades reales de gobierno. Pero eso supone asumir que los grandes no podrán recuperarse y que los nuevos no dejarán de ser atractivos para unos electores que ya no sólo tendrán en cuenta sus promesas (un terreno en el que se han demostrado imbatibles) sino sus primeros logros o fracasos en la gestión. Ni una cosa ni la otra son, creo, descartables.

Menos discutible es que el comportamiento institucional que a partir de ahora adopten los representantes elegidos en esta convocatoria, y por extensión los partidos que representan, determinará el estilo de gobierno de la próxima legislatura de las Cortes Generales. Aprender a pactar, gobernar y administrar en el escenario que se abrió el domingo supone desterrar pautas muy asentadas en nuestra clase política. El precedente más cercano con el que contamos, el proceso de investidura en Andalucía, no es muy esperanzador. Hasta el momento, todos han huido como de la peste, por el coste que supone para la propia identidad partidaria, de la práctica de la que se supone que andaremos más necesitados a partir de ahora: el pacto estable con el contrario. Sólo el tiempo dirá si seremos capaces de alumbrar ese nuevo estilo de gobierno.


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