¿Buenos tiempos para la reforma?

(Publicado en Málaga Hoy el resto de las cabeceras del grupo Joly Andalucía el 25 de Agosto de 2015)

NO corren malos tiempos para la lírica. Por una parte, la irrupción de los nuevos partidos ha ampliado considerablemente la diversidad del discurso político presente en las instituciones, en las que, junto con iniciativas dignas de encomio, tienen ahora también cabida gestos simbólicos de gran efectismo mediático y ocurrencias más o menos ingeniosas. Además, el inacabable año electoral en el que nos encontramos, que ha dejado para el final las dos convocatorias más importantes (las catalanas y las generales), ha originado un escenario que incentiva la confrontación entre partidos que tienen necesariamente que fijar territorios y delimitar identidades que le den consistencia propia ante sus potenciales electores. La gran pregunta es si este clima, tan saludable para el debate político subconstitucional (es decir, el que no pone en cuestión las reglas del juego), es igualmente propicio para reformar la Constitución.

Bien podría parecer que ahora que prácticamente todos los partidos políticos significativos se han sumado al carro de la reforma, ésta  podría, como sería deseable, abrirse paso con menores dificultades. A mi juicio, sin embargo, esa aparente unanimidad en su necesidad no puede ocultar que aún existen sustanciales obstáculos para alcanzarla con éxito. La duda más importante es la que se vierte sobre la voluntad de nuestros líderes para lograr el consenso necesario para su aprobación.

¿Es realmente indispensable el consenso para reformar la Constitución? Desde un punto de vista jurídico, la respuesta la da el propio texto constitucional, que especifica con todo detalle las mayorías necesarias para su reforma. Cierto que hay quien preconiza que en lugar de ésta sería conveniente abrir un «proceso constituyente» que cambiara la Constitución sin respetar necesariamente las reglas establecidas para ello. La idea no es nada original: de todas las constituciones (y proyectos que no llegaron a entrar en vigor) que hemos tenido en nuestra convulsa historia política hasta el final del franquismo, ninguna de ellas se aprobó siguiendo el procedimiento que había establecido la anterior: así nos fue durante todo nuestro siglo XIX y buena parte del XX. La Constitución de 1978 fue una doble excepción a esa regla: no sólo fue la primera Constitución redactada por consenso, sino la primera que consiguió aprobarse sin quebrar la legalidad entonces vigente (y eso que ésta sancionaba una dictadura basada en principios que se proclamaban «por su propia naturaleza, permanentes e inalterables»). Y así nos ha ido en los últimos 37 años. En mi opinión, bastaría mirar con algo de atención las lecciones que nos da nuestro propio pasado para descartar, sin más, la opción de volver a agitar de nuevo el péndulo de nuestra historia constitucional.

Pero el consenso que la propia Constitución considera necesario para su reforma es sólo el mínimo jurídicamente indispensable. Desde un punto de vista político, lo cierto es que éste debería ser considerablemente mayor. Hace pocos años hicimos una reforma en la que quedó fuera un sector significativo del Parlamento y en la que el pueblo no fue consultado, la reforma que incluyó en el texto constitucional el (por otra parte necesario) principio de estabilidad presupuestaria. Es un magnífico ejemplo de cómo no habría que volver a hacer las cosas: la reforma que viene debería concitar el voto a favor de todas las fuerzas políticas significativas del Parlamento y el apoyo mayoritario del pueblo español. Repetir ahora lo que ya hicimos una vez (la Constitución vigente contó con el apoyo del 93% del Congreso y el 88% de votos a favor en el referéndum) no garantiza otros cuarenta años de estabilidad constitucional, pero conformarse con un consenso menor sería sin duda el primer paso para lo contrario.

¿Será posible llegar a un acuerdo de mínimos (eso es un acuerdo constitucional) entre Populares, Socialistas, Podemos, Ciudadanos, Izquierda Unida y los nacionalistas? El tiempo dirá si unas Cortes tan fragmentadas como las que se vislumbran para la próxima legislatura (por no hablar de la deriva que tome el independentismo en Cataluña) serán o no capaces de estar a la altura de las circunstancias, pero lo que está claro es que para alcanzar el consenso constituyente son necesarias, al menos, dos condiciones: la primera, el convencimiento de que éste presenta grandes virtudes (una de las menos desdeñables es que, mientras mayor sea la solidez del consenso en las normas constitucionales, mayor puede ser el disenso en todo lo demás). La segunda, remar en una dirección que a menudo supone ir contracorriente (pues lo natural es que el disenso en todo lo demás tienda a contaminar también el acuerdo en el nivel constitucional).

En definitiva, la pregunta del millón no es sólo qué tipo de reforma constitucional queremos, sino si seremos capaces de alcanzar el consenso político necesario para llevarla a cabo. Se supone que los que realmente deseen reformar con éxito la Constitución deberían estar ya trabajando en ello.

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