Sí, pero con mi voto en contra

(Publicado en  Diario SUR de Málaga, el  9 de julio de 2016)

https://dl.dropboxusercontent.com/u/61618742/PersonalWeb/prensa/Encontra.pdf  El actual panorama parlamentario recuerda la ocurrencia con la que se pretendió sacar al PSOE del atolladero en el que él mismo se había metido hace ahora 30 años. Estábamos en 1986, y los socialistas no tuvieron más remedio que convocar un referéndum sobre la OTAN. En su momento, habían hecho campaña en contra del ingreso de España en la Alianza, y habían prometido que consultarían al electorado (el suyo era mayoritariamente opuesto) sobre su permanencia. Pero, después de cuatro años en el poder, nadie en el gobierno socialista pensaba seriamente en abandonarla. Así las cosas, medio en broma medio en serio, un viejo dirigente del partido sugirió la siguiente pregunta para el referéndum: «¿Está usted de acuerdo con que España permanezca en la OTAN, pero con su voto en contra?»


El resultado electoral del 26-J ha puesto a varios partidos políticos, no sólo al PSOE, en un brete similar. Casi nadie desea repetir por tercera vez las elecciones, y las alternativas que para evitarlas deja abiertas la distribución de escaños en el Congreso parecen tener en común un gobierno del PP, que sólo podrá llegar a nacer si varios de los partidos que desean situarse en la oposición comienzan la legislatura sin oponerse a su formación. Así que algunos están ahora buscando la fórmula para conseguir al mismo tiempo no apoyar a ese gobierno, pero que éste pueda gobernar. Si pudieran, en la sesión de investidura votarían «Sí, pero con mi voto en contra». La buena noticia es que sí pueden. La mala, que no será nada fácil decidir al respecto.

La dificultad para decidir estriba a mi juicio en la fortaleza que tiene en nuestro imaginario colectivo la idea de que un partido que aspira a ejercer la oposición a un gobierno no puede en modo alguno facilitar su formación. Así ha ocurrido durante los últimos casi cuarenta años de democracia. A lo largo de todo ese tiempo hemos tenido gobiernos con el apoyo de la mayoría absoluta del Congreso y también gobiernos en minoría, pero para estos últimos ha bastado siempre el apoyo de grupos ideológicamente cercanos al del partido gubernamental. Es posible que esa práctica haya pasado también a formar parte de la denostada «vieja política», y que a partir de ahora y durante algún tiempo nuestro sistema electoral no sea capaz de generar gobierno sin el concurso, no de los afines, sino de la oposición. Hasta ahora, nuestra opinión pública ha estado tradicionalmente despreocupada por la gobernabilidad del país, porque ésta venía ya de fábrica con los resultados electorales, que garantizaban, casi siempre desde la misma noche de las elecciones, que uno de los dos grandes partidos nacionales iba a ser capaz de proporcionar un inquilino a La Moncloa. A partir de ahora, el tiempo dirá si para bien o para mal, ya no va a ser así (lo que por cierto falsa la tesis de que con esta ley electoral no era posible otro resultado, pues el que ya hemos tenido por dos veces se ha producido sin cambiarle ni una coma a su texto). En todo caso, hará falta un liderazgo muy fuerte y altas dotes de pedagogía política para conseguir trasladar a la opinión pública que un partido es capaz, al mismo tiempo, de no impedir la formación de un gobierno y de oponerse a sus políticas en cuanto éste empiece a gobernar. El riesgo de perder la confianza de los electores es alto, y es posible que nadie quiera asumirlo.

Pero, por si alguien se decide a emplearlos, los mecanismos de la democracia representativa permiten llevar a la práctica opciones como ésa, pues admiten matices que no son posibles en los de democracia directa. Precisamente, es la naturaleza esencialmente binaria del referéndum (que sólo consiente el sí o no) lo que lo invalida como instrumento ordinario para tomar decisiones en sociedades como las nuestras, cuya complejidad obliga casi siempre a negociar entre sectores e intereses contrapuestos la resolución de sus problemas.

Por esta razón, en el proceso de investidura del presidente del gobierno que diseña la Constitución se prevén sucesivas votaciones, con diversas posibilidades que tienen a su vez efectos distintos según va pasando el tiempo: una abstención en la primera votación es como un voto negativo en la segunda, y ambas opciones mutan a su vez de naturaleza conforme se va acercando el plazo constitucionalmente fijado para que sea inevitable la disolución de las Cortes. La extraordinaria flexibilidad del derecho parlamentario, que es una de sus notas más características, amplía considerablemente el elenco de las posibilidades de las que pueden hacer uso sus señorías, desde la abstención llamada mínima a ausentarse en el momento de la votación o apostillar de viva voz las razones del voto que se emite. Los que tachan de fraude al reglamento estas opciones ignoran las veces que en los Parlamentos se ha impedido la expiración de un plazo reglamentario por el expeditivo procedimiento de parar el reloj de la Cámara.

Hasta ahora no se había hecho evidente, pero lo cierto es que puede llegar un momento en que la consecuencia más importante de la investidura no sea sólo otorgar o no la confianza a un nuevo presidente, sino avocar o no de nuevo al pueblo a otras elecciones. Con nuestro actual sistema de partidos, la investidura no sirve sólo para decidir quién gobierna, sino si va a haber o no gobierno.

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