Posbipartidismo

(Publicado en  Diario SUR de Málaga, el  3 de noviembre de 2016)


https://dl.dropboxusercontent.com/u/61618742/PersonalWeb/prensa/posbipartidismo.pdf Cuando cambia el sistema de partidos de un régimen político suelen darse situaciones de transición, cuya evolución futura determina si el cambio realmente se afianza y cuáles serán los efectos del mismo. En esos escenarios provisionales se siguen dando aún algunas características del sistema que está desapareciendo y no están aún presentes todas las del nuevo que pretende consolidarse. En mi opinión, eso es lo que está ocurriendo con el sistema de partidos español: transita del bipartidismo casi perfecto que ha funcionado en los últimos veinte años a un multipartidismo no polarizado, pero aún persisten trazos del primero y no acaba de despuntar completamente el segundo.

Hay que tener en cuenta que un sistema de partidos no viene conformado sólo por el número de estos y el peso relativo, determinado por el apoyo que le dan los electores, que cada uno tiene en el conjunto. También lo está por la conducta y estrategias de sus dirigentes y por el funcionamiento de las instituciones en las que los partidos están presentes. Un determinado sistema de partidos suele implicar también un determinado estilo de ejercer la representación política. En el bipartidismo, donde dos grandes partidos se alternan en el poder, el que vence en las elecciones se queda con el gobierno y el que obtiene el segundo puesto pasa a liderar la oposición, de la que sólo saldrá cuando logre vencer a su oponente en otra convocatoria electoral. La tendencia natural de sus líderes no es, pues, al pacto o la transacción, sino, por el contrario, a marcar con claridad y contundencia (las «líneas rojas») lo que le distingue de su competidor: aspira a derrotarlo en las urnas, no a negociar con él. En un sistema de fragmentación multipartidista, por el contrario, el gobierno nunca es alcanzable sin el acuerdo de varios partidos, un acuerdo cuyos protagonistas,  grado e intensidad (pacto de investidura o de legislatura, gobierno de coalición, etc.) dependerán de los resultados electorales. La cercanía o lejanía entre los partidos y la disponibilidad para negociar con el adversario programas y políticas varía tras cada convocatoria electoral.

Desde las elecciones de diciembre del año pasado tenemos en nuestro país un sistema de partidos caracterizado por su formato multipartidista y un estilo de ejercer la representación en gran medida anclado en el bipartidismo anterior. Esta relativa incapacidad para adaptar la forma de hacer política al nuevo formato del sistema de partidos ha podido observarse ya en la primera demanda que debía satisfacer el Congreso nacido de aquellas elecciones, la formación de gobierno. Que, in extremis, se haya evitado la convocatoria de unas terceras no puede ocultar el ya notable hecho de que para investir un candidato hayan hecho falta dos elecciones generales y que el Congreso haya necesitado casi un año para encontrar un modo de gestionar la voluntad del pueblo expresada en las urnas.

Las dificultades de adaptación han estado presentes en prácticamente todos los actores políticos del sistema: el Partido Popular ha seguido esgrimiendo hasta el último momento que su idoneidad para formar gobierno se basaba más en haber sido el partido más votado (el canon del formato bipartidista) que en su capacidad para concitar apoyos parlamentarios. Los partidos nacionalistas, paradójicamente los mejor entrenados para al nuevo escenario, pues su capacidad de transacción les había permitido sacar importantes réditos de las imperfecciones del bipartidismo en el pasado, se encuentran embarcados en demandas independentistas que han socavado su posición negociadora en el nuevo escenario. Unidos Podemos ha priorizado en su actuación su vocación de liderar un nuevo bipartidismo (es decir, la vieja política, pero con «sorpasso»), subordinando a ese objetivo los posible pactos con los adversarios más próximos. Ciudadanos, por su parte, ha pecado por exceso donde todos los demás lo han hecho por defecto: es el que mejor ha entendido las necesidades de la nueva política, sólo que está aún por ver que la nueva política haya llegado para quedarse. Sin duda, donde de manera más dramática se han puesto de manifiesto las dificultades de adaptación ha sido en el Partido Socialista, cuyo exsecretario general se ha visto obligado a dimitir, prisionero de unos compromisos adquiridos bajo la lógica del escenario político anterior (el triple no) pero difícilmente presentables como herramienta de negociación en el nuevo.

La incógnita que ahora se abre es si a lo largo de la presente legislatura nuestros partidos políticos serán capaces de adaptar su estilo de ejercer la representación a la nueva situación. Dependerá en gran medida del actor político más importante de todos, el electorado. Es cierto que, por dos veces, los electores se han mostrado a favor de un formato multipartidista. Pero está aún por ver que en el futuro incentiven con su voto a los partidos que mejor se adapten a él. Si la opinión pública premia la intransigencia y castiga la voluntad negociadora, es casi seguro que nuestros representantes también preferirán seguir con el viejo estilo de hacer su trabajo.


Tanto el sistema bipartidista como el multipartidista tienen ventajas e inconvenientes. Nuestro sistema político ha funcionado razonablemente bien con el primero y probablemente podría hacerlo también con el segundo. Pero si el nuevo formato multipartidista se consolida, será cada vez más difícil seguir ejerciendo la acción política bajo pautas de conducta propias del viejo bipartidismo.

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