Cataluña: dos escenarios malos y otro peor
(Publicado en Diario SUR de Málaga, el 8
de octubre de 2017)
LA EXTRAORDINARIA FLUIDEZ con la que se
precipitan los acontecimientos hace extremadamente difícil pronosticar cuál
podría ser a corto plazo la vía de salida del desafío independentista catalán.
Con todas las cautelas que ello comporta, podrían aventurarse como probables
dos escenarios, ambos igualmente desfavorables para el normal desenvolvimiento
de la vida constitucional española.
El primero es el escenario de la apertura
de conversaciones entre el Gobierno de la Nación y el Govern de la Generalitat.
Es un mal escenario desde un doble punto de vista: formal y material. Desde el
punto de vista formal, porque, primero, supone entablar conversaciones con
quien ha atentado gravemente contra la democracia constitucional, lo que, a
poco que vean satisfechas algunas de sus pretensiones, puede hacer pensar que
se incentiva salirse de la Constitución como técnica para conseguir objetivos
para los que ésta marca otro camino. Y segundo, porque el Gobierno de la
Nación, precisamente porque está sujeto a las normas constitucionales que lo
regulan, se encuentra en una situación de notable debilidad, que mina
considerablemente su capacidad negociadora, con unas Cortes fragmentadas y una
oposición reacia a prestarle el apoyo necesario para emprender el diálogo desde
una posición sólida (también el Govern se enfrenta a un Parlament enormemente
fragmentado y posiblemente aún más polarizado que el español, pero ya han
resuelto el problema por la expeditiva vía de ignorar los mecanismos mediante
los cuales el Estatut y el reglamento parlamentario protegen los derechos de
las minorías que deben controlar su funcionamiento). Desde el punto de vista
material, entablar un diálogo con los golpistas implica asumir el riesgo de que
se termine negociando lo que la propia Constitución considera innegociable, es
decir, la posibilidad de un referéndum de autodeterminación en Cataluña que
prive al resto de los españoles de su derecho a decidir sobre la integridad del
territorio nacional.
El escenario del diálogo está, pues,
formal y materialmente plagado de dificultades. Estas solo aminorarían si el
Gobierno de la Nación pudiera afrontarlo desde una posición más fortalecida
(por ejemplo, revalidando la confianza del Congreso de los Diputados de modo
que incrementara la mayoría parlamentaria que lo apoya) y si consiguiera
trasladar a la opinión pública la idea de que la negociación que se emprende
tiene en la Constitución un límite claro e infranqueable (o mejor dicho: sólo
franqueable poniendo en marcha los mecanismos constitucionalmente establecidos
para su propia reforma).
El segundo posible escenario es el de la
aplicación del artículo 155 de la Constitución, probablemente con la finalidad
principal de asumir la facultad, hoy exclusiva del President de la Generalitat,
de disolver el Parlament y convocar nuevas elecciones, algo que presumiblemente
ocurrirá si se produce en Cataluña la declaración unilateral de independencia.
Es también un mal escenario, porque supone aplicar una disposición
constitucional sobre la cual recaen un buen número de incertidumbres (además de
una importante carga simbólica negativa) y cuya efectividad en la práctica
puede ponerse en duda a la luz de los miles de personas que podrían desobedecer
activamente sus dictados. Que el independentismo no cuente con la mayoría de la
población no nos puede hacer olvidar que sí cuenta con una minoría muy numerosa
y movilizada, dispuesta a oponer la fuerza de la calle a la fuerza de la Ley.
Además, si el artículo 155 se usa para convocar a los catalanes a unas
elecciones con urnas y garantías de verdad, es lógicamente imposible vaticinar
sus resultados, lo cual nos aboca de nuevo a la incertidumbre, incluyendo la
posibilidad de que estos volvieran a ser una reproducción más o menos
homologable de los actuales. Aun siendo así, es evidente que la llamada a las
urnas es el método más adecuado para resolver una crisis de esta naturaleza en
un Estado democrático. Puesto que antes o después los catalanes tendrán que
votar un nuevo Parlamento, quizá lo más saludable sea darle la palabra al
pueblo catalán precisamente ahora.
Pero todo lo malo es susceptible de
empeorar. Estos dos escenarios, de los que desde luego no puede decirse que
puedan ser fuente para ninguna clase de optimismo, podrían transformarse en
otro aún peor: el que tendría lugar si ninguno de ellos lograra abrirse camino
como posible solución de la crisis. Si, con todos sus inconvenientes, ni el
diálogo ni la convocatoria anticipada de elecciones autonómicas pudieran
plantearse como posibles alternativas de salida, habría razones para temer que
muchas de las fake news que con toda frivolidad ha hecho circular el
independentismo en apoyo de su relato (heridos por centenares, violencia
desproporcionada, dirigentes encarcelados, estado de excepción, etc) pudieran
llegar a convertirse en realidad.
Así están, creo, las cosas: lo mejor a lo
que podemos aspirar es a una mala opción, aunque ciertamente menos mala que
otras que también pueden vislumbrarse en el horizonte. Como casi siempre ocurre
en situaciones de crisis social, el futuro de toda una sociedad depende en gran
medida de las decisiones que tomen un reducido número de personas. Tampoco esto
permite ser optimistas: en cuestión de semanas hemos pasado de oír como algunos
daban por superado definitivamente lo que habían dado en llamar «el régimen de
1978» a añorar a los dirigentes de la Transición que supieron, en medio de
grandes dificultades, traer con éxito la democracia a nuestro país. Es inútil
la añoranza, pues aquellos hombres y mujeres ya no pueden volver. Bastaría con
que los dirigentes actuales se decidieran a imitarlos.
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