Los jueces y la multitud

(Publicado en Diario SUR de Málaga, el 6 de mayo de 2018)

 
HA SIDO UNA sugerente casualidad que las reacciones multitudinarias contra la sentencia del caso conocido como «la manada» hayan coincidido con la oportuna reedición de la tesis doctoral de Manuel Azaña, el malogrado presidente de la IIª República española, titulada precisamente «La responsabilidad de las multitudes». Lo cierto es que las manifestaciones de estos días atrás han vuelto a poner de relieve la cuestión de hasta qué punto los jueces deben dejarse influenciar por la opinión pública. Una cuestión que encierra en realidad dos preguntas muy distintas. Y que exige volver, precisamente, sobre la distinción clásica entre el pueblo y la multitud.
Dice la Constitución que el pueblo es el titular de la soberanía, una trascendental afirmación que asegura el carácter democrático de nuestro sistema político y que coloca como fundamento último de la legitimidad de las decisiones que toman nuestros representantes públicos a la voluntad popular. Ahora bien, para la Constitución solo hay un modo de conocer la voluntad del pueblo: cuando éste se organiza como electorado. Cuando el primer artículo de la Constitución se refiere al «pueblo» como sujeto del que «emanan todos los poderes del Estado» no quiere decir otra cosa que «los electores». El pueblo constitucional solo surge cuando el electorado es convocado a las urnas y sólo puede expresarse votando, bien en unas elecciones, bien en un referéndum. Por el contrario, cuando la multitud sale a las calles, las de nuestras ciudades o la virtual de las redes sociales, por muy nutrida que esté la manifestación, no es nunca el pueblo el que se manifiesta. El derecho de manifestación lo ejercen, claro está, individuos o grupos que pertenecen al pueblo, pero no pueden nunca hablar en nombre del mismo. Aunque lleguen a ser multitudes, como las que se han manifestado en protesta contra la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra.
Por eso la cuestión de las rectas relaciones que deben darse entre la opinión pública y los jueces lleva en su seno dos preguntas muy distintas. La primera de ellas se podría formular así: ¿cómo debe influir el electorado en las resoluciones judiciales? Se trata de una pregunta sobre la relación que debe existir entre el pueblo y los jueces, que es tanto como preguntarse si nuestro poder judicial se encuentra legitimado democráticamente. La respuesta corta es rotundamente sí, pero la larga exige alguna precisión: cierto que nuestros jueces no son elegidos por el pueblo, al contrario que los titulares de otros poderes del Estado, como nuestros legisladores o (indirectamente) nuestros gobernantes. Pero se encuentran sometidos al imperio de la Ley como expresión de la voluntad popular, sometimiento que les obliga a aplicar la Ley en lugar de (o incluso en contra de) sus opiniones personales. No elegimos a los jueces, pero elegimos a los que aprueban las leyes que los jueces están obligados a aplicar.
La segunda pregunta es si deben los jueces dejarse influenciar por la multitud. Ya no hablamos del vínculo entre la democracia y el poder judicial, pues no es por el pueblo por el que ahora preguntamos, sino por las relaciones entre la demoscopia y el Estado de derecho. Aquí la respuesta corta es rotundamente no, pero la larga exigirá también alguna precisión: no es posible someter a encuestas o sondeos si un acusado de un delito deber ser declarado culpable o inocente, porque su culpabilidad o inocencia se decide según las reglas del derecho, no según las opiniones de la mayoría social. Y ambas son incompatibles, pues se construyen de manera esencialmente distinta: es mi derecho fundamental (también el suyo) que sólo se me pueda condenar después de valorar en conciencia las pruebas que hayan sido obtenidas lícitamente, hayan sido objeto de contradicción en el juicio oral y sean de suficiente entidad como para desvirtuar mi derecho a la presunción de inocencia. Nada de esto, que es esencial para el correcto desempeño de la jurisdicción, se puede hacer por la multitud (tampoco si la multitud estuviera compuesta por jueces). Por supuesto que esto no es incompatible con la crítica de las resoluciones judiciales, que supone el ejercicio de otro derecho tan fundamental con el anterior, la libertad de expresión. Una crítica que en este caso debe ser bienvenida, pues ha puesto de nuevo de relieve cómo las construcciones androcentristas pueden perjudicar a las mujeres que han sido víctimas de delitos contra su libertad sexual. Pero la reacción de la opinión pública no puede, en modo alguno, dotar de fundamento a la decisión de un tribunal. Ni en este caso, ni en ningún otro. 
Hace veinte años que una buena campaña de prensa logró que se declarara inocente a un hombre que había asesinado brutalmente (a golpes de bate de beisbol) a su exmujer y al amante de esta. Las pruebas en su contra eran claras, pero bastó para ignorarlas que los medios (orientados por sus abogados) lograran construir un potente relato alternativo: el de de la discriminación contra una persona de raza negra a la que había detenido un policía simpatizante del Ku-Klux-Klan para acusarlo de haber matado a su blanca exmujer. El estereotipo triunfó sobre las pruebas de cargo.
Si una buena campaña de prensa logró hacer eso con una estrella del fútbol americano como OJ Simpson, en un tiempo en el que internet apenas existía, imagínense lo que podrán hacer hoy las redes sociales con los cinco energúmenos que integran la manada, en cuyo perfil (que se sigue alimentando a diario) es prácticamente imposible encontrar algo que les aleje del depredador sexual más estereotipado. Todos ellos han sido condenados a nueve años de cárcel por un delito de violación que nuestro Código Penal sigue anacrónicamente llamando abuso sexual. La sentencia va a ser recurrida. Sobre este recurso deben decidir los jueces, no las multitudes.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Amnistía: de las musas al teatro

Tres tesis sobre el comunicado de la investidura

Cuatro intervenciones en medios audiovisuales sobre la amnistía y la Constitución