Franco regresa
(Publicado en Diario SUR de Málaga, el 2 de septiembre de 2018)
DESDE LA PROTAGONIZADA por Boris Karloff, allá por los años treinta del siglo pasado, se
cuentan por más de una decena las distintas versiones que ha tenido en el cine
el relato del regreso de la momia, en el que un sacerdote del antiguo Egipto
retorna del más allá cuatro mil años después de su muerte para sembrar el
terror entre los vivos. Hay quien, sin temor a que le afeen la exageración, ha
querido ver un riesgo similar en la exhumación de los restos de Franco, cuya
inminencia ha marcado el inicio del nuevo curso político. Podemos estar
tranquilos: está claro que ese riesgo no existe, pero es forzoso reconocer que,
aunque mucho menores, sí podrían darse otros. Para cualquier
constitucionalista, y para buena parte de nuestra opinión pública (hay otra buena
parte a la que esto le trae al pairo), ha habido en el peculiar regreso veraniego
de Franco a nuestro debate público al menos tres cuestiones arriesgadamente
controvertidas.
En primer
lugar, está el riesgo de que el instrumento elegido para ello, la aprobación de
un decreto-ley, sea inconstitucional. Como se sabe, mediante esta figura
normativa el gobierno aprueba normas con fuerza de ley. Pero, para permitir al
Gobierno hacer lo que de ordinario solo puede hacer el Parlamento, la
Constitución exige determinadas condiciones, entre ellas que se dé una
situación de «extraordinaria y urgente necesidad». Este decreto-ley justifica su
urgencia en que en mayo del año pasado el Congreso ya mandató al Gobierno para
que trasladara urgentemente los restos de Franco fuera del Valle de los Caídos,
y todavía no se ha hecho nada al respecto. El retraso de más de un año transcurrido
desde entonces, y no los más de cuarenta que Franco lleva enterrado,
justificaría que, ante la inacción del gobierno anterior, el actual haya
recurrido al decreto-ley. No es un mal argumento, aunque posiblemente también
sea el único que, dadas las circunstancias, se ha podido encontrar. Al fin y al
cabo, podría decirse que el propio Congreso ya calificó entonces la exhumación
de «urgente». Sin embargo, es muy probable que esta justificación sea insuficiente
si el Decreto-Ley es recurrido ante el Tribunal Constitucional: la pretendida
urgencia difícilmente puede calificarse de extraordinaria ni de imprevista, que
es lo que nuestra jurisprudencia viene exigiendo, aunque esto es algo de lo que
tardaremos algún tiempo en enterarnos, y desde luego para cuando lo hagamos
Franco ya llevará muchos meses enterrado en su nueva tumba.
El segundo
riesgo de esta operación es que alguien pueda ahora pensar que la exhumación de
los restos de Franco es lo que nos faltaba para hacer desaparecer por fin el régimen
franquista que él mismo instauró, como si no lleváramos casi el mismo tiempo
que Franco lleva bajo tierra disfrutando de una de las mejores democracias del
mundo, homologable a las del resto de Europa (y por lo tanto imperfecta, como
todas ellas). No deja de ser una tranquilizadora paradoja que, al parecer, los
restos de Franco se encuentren, cuarenta años después de muerto, en mucho mejor
estado que los del franquismo. Al dictador lo embalsamaron cuidadosamente, de
manera que es muy posible que el cadáver haya podido evitar la putrefacción.
Del franquismo hace tiempo que no queda nada en nuestro ordenamiento jurídico,
aunque a veces hay quien confunde los intentos de eliminar cualquier resto de
aquel régimen autoritario en el sistema político actual
con el empeño inútil en borrar los años de nuestra historia que menos nos
gustan a los que nos gusta vivir en libertad. La anomalía con respecto a la
Europa democrática no fue que quien fuera durante cuatro décadas Jefe del
Estado fuera enterrado en el Valle de los Caídos, sino que su dictadura perviviera
treinta años después de la derrota del fascismo en el continente. Pero esta es una
realidad histórica que, desafortunadamente, no hay Decreto-Ley capaz de
cambiar.
De ahí viene
también el tercer riesgo que puede conllevar la exhumación de los restos del dictador:
que no se haga nada después. Y es que, como ya dijo en su día la Comisión de
Expertos que dictaminó qué hacer con el monumento, el desalojo de Franco del
Valle de los Caídos es una de las acciones necesarias para darle al Valle un
nuevo significado. Su propuesta, con la que difícilmente se puede estar en
desacuerdo, es convertir el Valle de los Caídos, concebido en su día como una
exaltación de la victoria de Franco en la guerra civil, en un memorial de la
contienda que rinda homenaje a los fallecidos de ambos bandos en la guerra,
cuyos restos descansan, prácticamente por igual, en los osarios que rodean la
basílica. De ahí las dos poderosas razones para trasladar los restos del
dictador: ni murió en la guerra, ni el tratamiento privilegiado que tiene su
enterramiento a los pies del altar mayor es compatible con el proceso de
reconversión del Valle de los Caídos que ahora debe iniciarse. Dicho de otro
modo: por mucho valor simbólico que pueda tener, llevarse de ahí la tumba de
Franco sin iniciar al mismo tiempo el proceso de «resignificación» del Valle le
quitaría mucho sentido a ese traslado. Si quiere comprender bien qué significa
esta palabra, pruebe a hacer una visita al antiguo campo de exterminio de
Auschwitz: no hay mejor vacuna contra el nazismo. Una visita al nuevo Valle de
los Caídos debería ser el mejor modo de vacunar a nuestras nuevas generaciones contra
la guerra y la dictadura.
DESDE LA PROTAGONIZADA por Boris Karloff, allá por los años treinta del siglo pasado, se
cuentan por más de una decena las distintas versiones que ha tenido en el cine
el relato del regreso de la momia, en el que un sacerdote del antiguo Egipto
retorna del más allá cuatro mil años después de su muerte para sembrar el
terror entre los vivos. Hay quien, sin temor a que le afeen la exageración, ha
querido ver un riesgo similar en la exhumación de los restos de Franco, cuya
inminencia ha marcado el inicio del nuevo curso político. Podemos estar
tranquilos: está claro que ese riesgo no existe, pero es forzoso reconocer que,
aunque mucho menores, sí podrían darse otros. Para cualquier
constitucionalista, y para buena parte de nuestra opinión pública (hay otra buena
parte a la que esto le trae al pairo), ha habido en el peculiar regreso veraniego
de Franco a nuestro debate público al menos tres cuestiones arriesgadamente
controvertidas.
En primer
lugar, está el riesgo de que el instrumento elegido para ello, la aprobación de
un decreto-ley, sea inconstitucional. Como se sabe, mediante esta figura
normativa el gobierno aprueba normas con fuerza de ley. Pero, para permitir al
Gobierno hacer lo que de ordinario solo puede hacer el Parlamento, la
Constitución exige determinadas condiciones, entre ellas que se dé una
situación de «extraordinaria y urgente necesidad». Este decreto-ley justifica su
urgencia en que en mayo del año pasado el Congreso ya mandató al Gobierno para
que trasladara urgentemente los restos de Franco fuera del Valle de los Caídos,
y todavía no se ha hecho nada al respecto. El retraso de más de un año transcurrido
desde entonces, y no los más de cuarenta que Franco lleva enterrado,
justificaría que, ante la inacción del gobierno anterior, el actual haya
recurrido al decreto-ley. No es un mal argumento, aunque posiblemente también
sea el único que, dadas las circunstancias, se ha podido encontrar. Al fin y al
cabo, podría decirse que el propio Congreso ya calificó entonces la exhumación
de «urgente». Sin embargo, es muy probable que esta justificación sea insuficiente
si el Decreto-Ley es recurrido ante el Tribunal Constitucional: la pretendida
urgencia difícilmente puede calificarse de extraordinaria ni de imprevista, que
es lo que nuestra jurisprudencia viene exigiendo, aunque esto es algo de lo que
tardaremos algún tiempo en enterarnos, y desde luego para cuando lo hagamos
Franco ya llevará muchos meses enterrado en su nueva tumba.
El segundo
riesgo de esta operación es que alguien pueda ahora pensar que la exhumación de
los restos de Franco es lo que nos faltaba para hacer desaparecer por fin el régimen
franquista que él mismo instauró, como si no lleváramos casi el mismo tiempo
que Franco lleva bajo tierra disfrutando de una de las mejores democracias del
mundo, homologable a las del resto de Europa (y por lo tanto imperfecta, como
todas ellas). No deja de ser una tranquilizadora paradoja que, al parecer, los
restos de Franco se encuentren, cuarenta años después de muerto, en mucho mejor
estado que los del franquismo. Al dictador lo embalsamaron cuidadosamente, de
manera que es muy posible que el cadáver haya podido evitar la putrefacción.
Del franquismo hace tiempo que no queda nada en nuestro ordenamiento jurídico,
aunque a veces hay quien confunde los intentos de eliminar cualquier resto de
aquel régimen autoritario en el sistema político actual
con el empeño inútil en borrar los años de nuestra historia que menos nos
gustan a los que nos gusta vivir en libertad. La anomalía con respecto a la
Europa democrática no fue que quien fuera durante cuatro décadas Jefe del
Estado fuera enterrado en el Valle de los Caídos, sino que su dictadura perviviera
treinta años después de la derrota del fascismo en el continente. Pero esta es una
realidad histórica que, desafortunadamente, no hay Decreto-Ley capaz de
cambiar.
De ahí viene
también el tercer riesgo que puede conllevar la exhumación de los restos del dictador:
que no se haga nada después. Y es que, como ya dijo en su día la Comisión de
Expertos que dictaminó qué hacer con el monumento, el desalojo de Franco del
Valle de los Caídos es una de las acciones necesarias para darle al Valle un
nuevo significado. Su propuesta, con la que difícilmente se puede estar en
desacuerdo, es convertir el Valle de los Caídos, concebido en su día como una
exaltación de la victoria de Franco en la guerra civil, en un memorial de la
contienda que rinda homenaje a los fallecidos de ambos bandos en la guerra,
cuyos restos descansan, prácticamente por igual, en los osarios que rodean la
basílica. De ahí las dos poderosas razones para trasladar los restos del
dictador: ni murió en la guerra, ni el tratamiento privilegiado que tiene su
enterramiento a los pies del altar mayor es compatible con el proceso de
reconversión del Valle de los Caídos que ahora debe iniciarse. Dicho de otro
modo: por mucho valor simbólico que pueda tener, llevarse de ahí la tumba de
Franco sin iniciar al mismo tiempo el proceso de «resignificación» del Valle le
quitaría mucho sentido a ese traslado. Si quiere comprender bien qué significa
esta palabra, pruebe a hacer una visita al antiguo campo de exterminio de
Auschwitz: no hay mejor vacuna contra el nazismo. Una visita al nuevo Valle de
los Caídos debería ser el mejor modo de vacunar a nuestras nuevas generaciones contra
la guerra y la dictadura.
Comentarios
Publicar un comentario