Un pontífice sobre aguas turbulentas


( Publicado en Diario SUR de Málaga, el 2 de abril de 2019)    

 


UNA DE LAS POSIBLES etimologías del título de “sumo pontífice” con el que la tradición católica se refiere al Papa es la de hacedor de puentes, en este caso entre Dios y los fieles. Pero, al margen de esta delicada misión, lo cierto es que todos los papas han tenido que enfrentarse también a otra, ciertamente más terrenal pero sin duda igual de complicada que la primera: hacer de puente entre las diversas sensibilidades, ideologías e intereses que, como en todo gran grupo humano, conviven en la Iglesia Católica. Como a buena parte de sus predecesores, ésta es una de las tareas más difíciles que sigue teniendo delante el Papa Francisco.

Sabemos que la solvencia jesuita, el alma franciscana y el entusiasmo porteño son algunos de los ingredientes que adornan la personalidad de Jorge Mario Bergoglio. Lo confirmaron sus primeras apariciones en los medios de comunicación, particularmente la entrevista que concedió, al poco de acceder a su pontificado, a la revista La Civiltà Cattolica, en la que dejó clara la audacia con la que planteaba la renovación de la propia Iglesia; o la que publicó después el diario La Reppubblica, un inédito, sincero y extenso vis a vis con Eugenio Scalfari, profeta laico del progresismo italiano y promovedor en sus tiempos de los referéndums gracias a los cuales Italia reguló el divorcio o el aborto. El carácter polémico de algunas de las afirmaciones del Papa en la reciente y larga entrevista concedida a Jordi Évole para el programa Salvados ha vuelto a poner de actualidad el papel de la Iglesia en España y el que nuestras instituciones deben tener en su relación con ella. 

La Constitución deja claro que España es un estado aconfesional, pero no afirma que sea laico. Aunque hay quien piensa que las diferencias entre una cosa y otra son irrelevantes, lo cierto es que lo primero impide que ninguna confesión tenga carácter oficial, pero sólo lo segundo impediría lo que, sin embargo, la propia Constitución ordena: que el Estado mantenga relaciones de colaboración con las Iglesias, particularmente con la católica, un mandato constitucional que (sobre todo en este caso), se ha cumplido con creces. La aconfesionalidad es pues el único límite constitucional a la colaboración estatal con la Iglesia, cuya gradación, dentro de ese marco, corresponde en cada momento a los poderes públicos. Hay quien piensa que va siendo hora de reformar, también en este punto, la Constitución, pasando del Estado aconfesional al Estado laico, y prohibiendo por lo tanto que el Estado preste algún tipo de cobijo a cualquier modalidad de creencia religiosa. Puede que sea una meta deseable, pero, sin duda, no existe el consenso constitucionalmente necesario para alcanzarla. Otras mucho menos gravosas (por ejemplo, reformar el concordato con el Vaticano, más viejo aún que la propia Constitución) podrían abordarse con antelación.

Además, la Constitución garantiza la libertad religiosa y de culto. Aquí ya no hablamos de la posición del poder político, sino de la de los ciudadanos. El Gobierno tiene la obligación de proteger y hacer posible el ejercicio de este derecho, cuyo único límite debe ser el orden público protegido por la Ley. Ya se ha dicho que la Constitución no prohíbe que los poderes públicos colaboren con las Iglesia. Sin embargo, al contrario que otros (como la educación o la sanidad), la libertad religiosa no es un derecho prestacional, es decir, no exige que con el dinero público se sufraguen los medios materiales necesarios para que lo puedan efectivamente ejercer los que lo deseen. Por ello, las fuentes de financiación que directa o indirectamente provea el Estado para el sostenimiento del culto, cuando se den, deberían ser totalmente transparentes.

En cuanto a cuestiones de moral, no hace falta recordar que algunas de las decisiones tomadas por nuestros poderes públicos, como el aborto libre durante las catorce primeras semanas de gestación o la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, siguen estando para la Iglesia en el índice de pecados graves. Está claro que lo que se espera de alguien como el Papa es que cuando hable sea para echar un sermón. Pero, desde un punto de vista constitucional, la cuestión no es lo que el Papa diga sino el caso que se le debe hacer. Cada individuo es libre de optar por atribuir a alguien que no sea su propia conciencia la decisión sobre cuál es la decisión moralmente adecuada en cada caso. Pero el Estado constitucional no puede delegar en nadie que no sea el pueblo y sus representantes libremente elegidos la formación de la voluntad general expresada en la Ley. Por turbulentos que sean determinados asuntos, y por mucho que sobre ellos la Iglesia tenga su propia opinión, la decisión sobre su regulación en una sociedad democrática sólo puede regirse por la Ley humana, no la divina.

Las religiones monoteístas, con su relato de un Dios omnipotente que decide donde están el bien y el mal y premia o castiga en consecuencia las conductas, fueron desde sus inicios un elemento natural del poder político. La Iglesia Católica no ha sido una excepción. Desde su consagración como religión oficial del imperio romano, la espada del césar y la de Dios nunca estuvieron muy alejadas la una de la otra. En realidad, como tantos otros logros de la civilización, la separación entre la religión y el Estado tiene algo de antinatural. Por eso mismo conviene recordarla de cuando en cuando.

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