El alma bipartidista

( Publicado en Diario SUR de Málaga, el 5 de mayo de 2019)    

 


QUE ME PERDONEN LOS politólogos, pero en mi humilde opinión los sistemas de partidos tienen alma, o algo parecido al alma. Al menos, es muy probable que la tengan los líderes que los encabezan, aunque también ustedes, no sólo los politólogos, tienen todo el derecho del mundo a dudar tanto de lo primero como de lo segundo. Si esto fuera realmente así, me da la impresión de que el alma del nuestro sistema de partidos sigue siendo bipartidista, y ello aunque estas últimas elecciones generales hayan confirmado que el bipartidismo que hasta hace bien poco disfrutábamos (otra opinión personal) se encuentra, al menos por ahora, oficialmente desaparecido.
Efectivamente, más de la mayoría de los votos emitidos el pasado domingo (un 54%) no han ido a parar a ninguno de los dos grandes partidos de gobierno de antaño, los únicos que, hasta ahora (descontando la UCD de los inicios de la transición) han proporcionado un presidente al Gobierno de la Nación. Sin embargo, los discursos y comportamientos de los líderes que concurrieron a las elecciones parecen indicar que prefieren ignorar que el nuevo formato del sistema de partidos exige también nuevas actitudes. 
Pedro Sánchez es el que más claramente prefiere reproducir las antiguas prácticas con su propuesta de gobierno en solitario. No en balde, su partido, el PSOE, es el que más beneficios obtuvo de los años del bipartidismo. Puede que no le falte algo de razón: si ha conseguido gobernar con 84 escaños (y además, ganar las elecciones), qué no será capaz de hacer con 123. Pero le siguen faltando más de una veintena para tener garantizada la mayoría absoluta del Congreso, esa cifra mágica que suele permitir a los gobernantes (con el consiguiente descanso para los sufridos electores) interrumpir por el tiempo reglamentario de cuatro años la continua campaña electoral en la que se ha terminado convirtiendo nuestro país. Con el bipartidismo, la estabilidad gubernamental estaba asegurada o casi asegurada, con la fragmentación actual no hay más remedio que negociarla. El más que posible socio de gobierno de Sánchez, Unidas Podemos, es el partido que parece, en principio, mejor dispuesto para aceptar lo que podríamos llamar la esencia misma de los sistemas multipartidistas, es decir, la necesidad del pacto con otras formaciones afines. Sin duda, son los que mejor han sabido interpretar, antes incluso de que se produjeran, los resultados electorales del domingo. El principal problema aquí es de credibilidad: cierto que todos los líderes han dicho una cosa y al poco tiempo su contraria,  pero ninguno de ellos con el entusiasmo (el mismo, en ambas ocasiones) con el que lo ha hecho Pablo Iglesias. Es legítimo no creer del todo a quien dice aceptar ser tan sólo tu ayudante cuando hasta hace poco decía ser tu sustituto, sobre todo cuando pone un precio tan alto (entrar en el gobierno) para llegar al acuerdo.
Pablo Casado es, con diferencia, el que más parece haber confundido sus deseos con la realidad. Lleva parte de razón, pero es la parte que probablemente menos le guste: es posible que el bipartidismo vuelva antes de lo previsto, pero ahora sabemos que también es posible que a su regreso destrone al PP del puesto de segunda pata del sistema. Justo lo contrario de lo que le ocurre a Ciudadanos: el peor efecto que pudieron hacer las encuestas de hace unos meses sobre Albert Rivera, cuando lo ponían de seguro inquilino de la Moncloa, fue hacerle cambiar su idea sobre el bipartidismo que hasta entonces denostaba. Bipartidismo sí, pero conmigo como alternativa, parece ser el nuevo horizonte del líder naranja. Puede que lo consiga en un plazo no muy largo, pero sin duda será a costa de la que podría haber sido la principal contribución de su partido a nuestro escenario político: que la otra pata de nuestro bipartidismo (tenía tres: por eso se llamaba bipartidismo imperfecto) llegara a ser una bisagra nacional, no nacionalista. Algo que desde hace tiempo muchos veíamos como una considerable mejora del sistema y que, con la deriva independentista de los nacionalismos, comienza a ser una de sus necesidades más perentorias.
Nos queda por hablar, ¡ay!, del alma de los electores, o sea, de la suya y de la mía: me temo que también ellos (es decir, nosotros) han votado mayoritariamente multipartidismo pero siguen teniendo el corazón bipartidista. No de otro modo puede interpretarse la decisión de nuestros líderes de no desvelar los más que probables pactos futuros antes de las próximas elecciones del 26 de mayo, temerosos de que sus votantes vean traidores donde el nuevo formato de partidos aconsejaría ver, más bien, estadistas.
Lo que aquí, con cierta licencia poética, hemos llamado «alma» de nuestro sistema de partidos puede denominarse, con mayor precisión académica, «estilo» de ejercer el cargo representativo (ese fue el término empleado por la politóloga americana Hanna Pitkin en su clásico estudio sobre la representación política). Es justo reconocer que tanto el estilo propio del bipartidismo como el del multipartidismo tienen ventajas e inconvenientes. Pero tanto si se decanta usted por el primero como si lo hace por el segundo, hay algo que está, creo, fuera de duda: que tenemos un desfase entre la actual realidad electoral y el estilo representativo del que hacen gala nuestros líderes. O, en otras palabras: que no va a ser fácil gobernar un país multipartidista con un alma nostálgica, añorante del bipartidismo de antaño. Al menos, hasta que vuelva.

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