Emergencia constitucional

   ( Publicado en Diario SUR de Málaga  el 25 de marzo de 2020) 

NUESTRA CONSTITUCIÓN, COMO MUCHAS otras, contiene normas que ayudan a encarar una emergencia como la que actualmente vivimos debido a la pandemia de Covid-19. Una de esas disposiciones, como se sabe, es la que regula el estado de alarma en el que actualmente nos encontramos.
El derecho constitucional de emergencia que estamos ahora aplicando tiene dos notas características: la primera es otorgar a las autoridades poderes excepcionales para que puedan actuar de forma eficaz frente a una situación de crisis. A la vista está lo que el decreto que declara el estado de alarma y las normas que lo desarrollan han establecido a este respecto: se ha creado un mando único para la lucha contra la epidemia y se han puesto todos los recursos necesarios, públicos y privados (pues todos ellos están, como dice la Constitución, subordinados al interés general), al servicio de ese objetivo. Se han restringido seriamente derechos fundamentales de los ciudadanos, como el de libre circulación por el territorio nacional, de acuerdo con lo que prevé la Ley Orgánica que, desde 1981, regula las situaciones de emergencia. Con todo ello se pretende, como es obvio, adoptar las medidas pertinentes para proteger a la sociedad frente al coronavirus, primero, y frente a la recesión económica que vendrá, después.
La segunda nota característica de estas normas viene dada por las cautelas que se adoptan para evitar los riesgos asociados a la concesión de poderes excepcionales. No se trata ahora de proporcionar a los poderes públicos herramientas para sofocar una emergencia, sino de evitar que, con ocasión de un escenario excepcional, se arriesguen otros valores constitucionales igualmente preciosos. En efecto, además de los riesgos obvios (para la salud y para la economía), una situación como la presente plantea otros adicionales. El primero es la tendencia del poder político, con independencia de quien lo ejerza en un determinado momento, a desembarazarse de controles y contrapesos. No hay mejor ocasión que estar dotado de poderes excepcionales para intentarlo. Para evitarlo, la Constitución refuerza los controles cuando concede poderes de excepción. El segundo riesgo es aprovechar la excepcionalidad para adoptar decisiones ajenas a la emergencia que en situaciones normales exigirían deliberación y consenso y que ahora se ignoran. Nuestra propia historia está llena de ejemplos de que ambos riesgos son reales: debe recordarse que, por un lado, hasta una dictadura como la franquista abusó de los estados de excepción que suprimían las escasísimas garantías que sobre el papel protegían a los ciudadanos para poder actuar de forma aún más descontrolada; y, por otro, que hubo grupos y partidos que, incluso poco antes de perderla, seguían viendo la guerra civil como una estupenda ocasión para hacer la revolución que llevaban en su programa político.
También la historia produce anticuerpos, y hoy estamos suficientemente vacunados frente a la tentación de escudarse en la emergencia para instalarse en la excepcionalidad o aprovecharla para impulsar la propia agenda política. La fortaleza de nuestras instituciones es el mejor antídoto contra esos riesgos. Pero, como en tantos otros aspectos, el peligro real para nuestra democracia de hoy no es tanto su desaparición como su deterioro. Aprovechar la situación de crisis para tomar decisiones que nada tienen que ver con ella o desatender las normas y prácticas de la transparencia y la rendición de cuentas son síntomas, como la tos o la fiebre, ante cuya aparición también deberíamos estar vigilantes. Hoy, la única extraordinaria y urgente necesidad que justifica los poderes excepcionales de nuestros gobernantes es la lucha contra la pandemia y sus consecuencias sociales. Usar esos poderes con cualquier otra finalidad, o aprovechar la crisis para implementar políticas de partido, objetivos que en situaciones de normalidad serían perfectamente legítimos, son en las circunstancias actuales, auténticos fraudes a la Constitución.
Con toda seguridad, la emergencia constitucional se prolongará aún por algunas semanas, quizá meses, hasta que hayamos conseguido que la pandemia se dé por finalizada. Nadie sabe cuando llegará ese final, pero no hay duda de que, aunque a un ritmo incierto, cada día nos iremos acercando un poco más a ese momento. Solo cuando llegue, recuperaremos la normalidad, también en el plano constitucional. En ese momento, pero sólo en ese, habrá que hacer balance y activar los mecanismos de responsabilidad política que prevé la Constitución. El planteamiento por el Gobierno de una cuestión de confianza, la elaboración de unos presupuestos de consenso o la formación de un gobierno de concentración con todas las fuerzas parlamentarias son sólo algunos de los escenarios posibles.
Pero aún queda mucho para llegar hasta ahí. Por ahora, debemos concentrarnos en la próxima meta de esta lucha contra el virus, alcanzar el pico de la curva epidemiológica y comenzar a descenderla. A menudo se evocan en estos momentos inciertos la figura de Winston Churchill, cuyos mensajes a los británicos durante la II Guerra Mundial, pidiendo sacrificios y a la vez prometiendo victoria, tanto ayudaron a una sociedad golpeada por las bombas y la penuria. Uno de sus más famosos discursos fue con ocasión del giro en la contienda que supuso la batalla de El Alamein: «Esto no es el final», advirtió; y añadió: «ni siquiera es el principio del final. Pero sí puede que sea el final del principio». Llegar al pico y doblar la curva: cuando estemos ahí, no habremos llegado al final de la pandemia, ni siquiera el principio del final. Pero ese será nuestro final del principio. Esta es ahora es nuestra batalla más importante, en la que todos, autoridades y ciudadanos, debemos concentrar nuestros esfuerzos.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Amnistía: de las musas al teatro

Tres tesis sobre el comunicado de la investidura

Cuatro intervenciones en medios audiovisuales sobre la amnistía y la Constitución