La inviolabilidad del Rey

   ( Publicado en Diario SUR de Málaga  el 18 de junio de 2020) 
CUENTAN DEL GRAN Thurgood Marshall, el primer descendiente de esclavos nombrado juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, que era un poco deslenguado. Antes que juez, había sido durante mucho tiempo abogado y se había bregado en numerosos litigios como defensor de afroamericanos cuando en Norteamérica aún existían leyes abiertamente racistas en un buen número de Estados. Probablemente, de ahí le venía la costumbre de no morderse la lengua. En una ocasión, cuando le presentaron a Carlos de Inglaterra, este, para romper el hielo, le preguntó con sorna: «¿Le gustaría conocer mi opinión sobre los abogados?». Parece que la respuesta de Marshall dejó callado al príncipe de Gales: «¡Encantado! Pero luego tendrá que escuchar mi opinión sobre la monarquía». 
En nuestro país, hemos tenido que escuchar en innumerables ocasiones la opinión que tienen de la monarquía muchos de los partidarios de la república, que siguen empeñados en defender su instauración con el argumento de que la segunda es más democrática que la primera. Pero defender hoy en día la instauración de la república porque es más democrática que la monarquía sería como defender esta última porque el Rey ha sido ungido por Dios. En ambos casos se esgrimen argumentos que ya no son de recibo: si hace mucho tiempo que la doctrina del origen divino del poder regio fue colocada en el desván de la historia, la evidencia contemporánea nos muestra repúblicas autoritarias y monarquías, como las europeas, que son democracias plenamente consolidadas, hasta el punto de que han sido llamadas, con razón, «repúblicas coronadas». En todo caso, no hay que descartar que los que en España defienden la república se decidan algún día a argumentar seriamente sobre las ventajas de una jefatura del Estado republicana. Si llegara ese momento, no deberían, en mi opinión, olvidar mencionar la cuestión de la inviolabilidad del Rey, sin duda uno de los aspectos mejorables de la regulación constitucional de la monarquía parlamentaria. Lo que, por cierto, vale lo mismo en sentido inverso: es sobre la inviolabilidad sobre lo que también deberían reflexionar los defensores de la monarquía si de verdad quieren que perdure en nuestro país. 
No se trata – ya se ha dicho - de que la inviolabilidad real haga a las monarquías menos democráticas que las repúblicas. De inviolabilidad gozan la inmensa mayoría de los jefes de Estado de países democráticos, repúblicas incluidas. Se trata de que la inviolabilidad, en el caso de las monarquías, tiende a durar demasiado, por la razón evidente de que los reyes suelen mantenerse en su cargo mucho más tiempo que los presidentes de la república en el suyo (ahí sigue el príncipe de Gales). Esto crea un problema difícil de resolver, pues el único modo de que la inviolabilidad pueda considerarse una prerrogativa constitucionalmente admisible y no un privilegio constitucionalmente inaceptable, es que proteja a la institución y no a la persona. Dicho de otra manera, la persona inviolable tiene que dejar de serlo cuando abandona el cargo cuya protección justifica que se le haya permitido, temporalmente, gozar de inviolabilidad. Lo que se dificulta de manera considerable cuando el jefe del Estado es un Rey, que, por lo general, solo acepta dejar el trono cuando tiene que enfrentarse al trance de dejar este mundo. De manera que el único modo de «republicanizar», también en ese aspecto, la monarquía parlamentaria sería acortar el horizonte temporal de la inviolabilidad real. 
La tarea no es fácil, pero la pérdida de inviolabilidad del Rey Juan Carlos por su abdicación y la investigación que lleva a cabo actualmente la fiscalía, ofrecen una oportunidad para comenzar a abordarla. En mi opinión, un buen punto de partida sería abandonar una idea que por ahora parece dominante (y que se refleja en la exposición de motivos de la propia Ley de abdicación): que la inviolabilidad de la que Juan Carlos gozó como jefe del Estado impide investigar ahora los actos presuntamente delictivos que podría haber cometido durante su reinado. 
Esa tesis podría apoyarse en el carácter perpetuo de la inviolabilidad de los miembros de las Cortes Generales, que, esta sí, les ampara, incluso cuando ya han dejado de serlo, por las opiniones que manifestaron cuando estaban en posesión de su escaño. Ahora bien, la identidad de los términos que emplea en ambos casos la Constitución no debe llevarnos a engaño: hablamos de cosas distintas. Los diputados y senadores son inviolables solo por sus opiniones, una prerrogativa que no cubre la comisión de otros actos presuntamente delictivos. Proteger a perpetuidad las opiniones de nuestros parlamentarios está plenamente justificado, pues no hacerlo desincentivaría de manera evidente la libertad de palabra en la tribuna del Parlamento. Por el contrario, la inviolabilidad real, que se proyecta sobre todos los actos del Rey, se parece en este aspecto más a la inmunidad de la que, salvo que se autorice un suplicatorio, también gozan diputados y senadores, cuyo horizonte temporal es mucho menor: nada impide que se les pueda investigar por posibles delitos cometidos durante su mandato en cuanto dejan el escaño. Del mismo modo, la inviolabilidad pasada de un Rey que ha dejado de serlo no debería ser un obstáculo para la investigación penal de los posibles delitos cometidos durante su reinado.
La incompatibilidad de la monarquía con la democracia tuvo durante mucho tiempo una evidente justificación histórica. En la actualidad, sólo pueden compartirla los que, por razones emocionales, se niegan a confiar en el razonamiento contraintuitivo que es necesario para concluir lo contrario. Es posible que ese fuera el caso del propio Marshall, en cuya familia, por cierto, hubo esclavos hasta la liberación de su abuelo tras la guerra de secesión, treinta años después de que la esclavitud fuera abolida en la monárquica Inglaterra.

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