Ante un Rey que se va

   ( Publicado en Diario SUR de Málaga  el 6 de agosto de 2020) 

EL ABANDONO DE ESPAÑA DEL Rey emérito suscita tres órdenes de consideraciones desde el punto de vista constitucional: sobre la Monarquía parlamentaria como nuestra forma de Estado, sobre la situación procesal de Juan Carlos y sobre el papel del Gobierno en todo ello.

En relación con lo primero, este es probablemente un buen momento para recordar hasta qué punto la Monarquía parlamentaria, que Juan Carlos personificó hasta su abdicación en 2014, forma parte sustancial de la Constitución de 1978. La figura de un Rey colocado en su puesto durante la dictadura, que decide pilotar la transición hacia un régimen de libertades, y que finalmente recibe la legitimación democrática que le dio el referéndum constitucional, ejemplifica de manera casi perfecta el consenso en el que se basó la instauración de la democracia en nuestro país: un consenso entre los que habían heredado el régimen de Franco y los que luchaban contra él desde la clandestinidad. Es decir, entre los sucesores de los ganadores y los de los perdedores de la guerra civil. La oposición a la dictadura renunció a la República y a cambio ganó la democracia: desde luego, no fue un mal negocio. Pero la esencia de la Constitución no es la Monarquía, sino el pacto que está detrás de ella. Sustituir al Rey por un presidente de la República no sería incompatible con los fundamentos de la Constitución siempre que se hiciera, de nuevo, mediante un pacto al menos tan amplio como el constituyente. Una decisión de esa relevancia constitucional no se puede tomar sólo por la mayoría, pues en una democracia éstas son por definición cambiantes, mientras que la estabilidad constitucional exige textos constitucionales que duren más de lo que dura una mayoría ocasional. Por eso hay un procedimiento agravado de reforma constitucional. Pero aún suponiendo que ese consenso se alcanzara, y ya es mucho suponer, esa reforma tendría, a mi juicio, una muy difícil justificación, puesto que la hipotética instauración republicana no incrementaría en nada el carácter democrático de nuestro sistema político y, probablemente, tampoco perfeccionaría nuestro entramado institucional, que no es desde luego perfecto (ninguno lo es), pero que indudablemente podría empeorarse introduciendo un jefe del Estado como nuevo actor político si el diseño no es el adecuado. 

En segundo lugar, conviene también recordar que ni Juan Carlos goza de la prerrogativa de inviolabilidad que la Constitución atribuye sólo al jefe del Estado ni su abandono del país puede considerarse una huida de la acción de la justicia. De entrada, porque aún no se ha iniciado ninguna acción judicial. Además, porque, en el caso de que cambiara su situación procesal y se requiriera su comparecencia ante los tribunales, esta se produciría incluso en el muy improbable caso (eso si que dañaría gravemente a la Corona) de que fuera contra su voluntad. Hay que añadir que la inviolabilidad de la que gozó Juan Carlos como Rey no impide investigar, ahora que no lo es, posibles delitos que podría haber cometido cuando lo era. La Constitución sólo dice que la figura del Rey es inviolable, pero no añade nada sobre la extensión ni las condiciones de esa prerrogativa. Una interpretación constitucionalmente adecuada de la misma no excluye, a mi juicio, que la fiscalía española pueda investigar posibles actos delictivos cometidos durante su reinado, siempre que lo permitan las reglas generales que disciplinan la prescripción de los delitos.

Por último, no dejan de sorprender las reacciones de algunos miembros del Gobierno ante la salida del país de Juan Carlos. En una monarquía parlamentaria, el Rey no puede equivocarse, pues sus actos están siempre dictados por el Gobierno, que es el que, a cambio, debe asumir la responsabilidad de sus errores. Como algunos recordarán, ya lo dejó claro hace más de veinte años un presidente del Gobierno, cuando le preguntaron si el Rey iba realizar una controvertida visita internacional y dio una respuesta tan desabrida como constitucionalmente correcta: «irá a cuando toque». Solo diciendo «irá cuando yo se lo diga», habría conseguido ser constitucionalmente más certero y al tiempo aún más descortés. También en esta ocasión, la salida de Juan Carlos del país se ha producido porque el Gobierno se lo ha dicho. Por eso no se comprende del todo que algunos miembros del gabinete hayan criticado abiertamente la decisión de su propio Gobierno de resolver de este modo la crisis institucional que se venía arrastrando desde que se hicieron públicos los movimientos financieros del Rey emérito que están aún por esclarecer.

Esas declaraciones no sólo plantean dudas sobre la solidez de la coalición gubernamental. Ya se ha dicho que la esencia de nuestra Constitución es el acuerdo social que dio origen a la monarquía, no la monarquía como fruto de ese acuerdo, y que, respetando aquel, podríamos desde luego prescindir de ésta sin minar los fundamentos constitucionales. Es cierto, pues, que no se dinamitaría la Constitución instaurando la República. Pero convendría no confundir entre los que postulan la instauración de la República respetando el acuerdo que está detrás de la Constitución y los que esgrimen la instauración de la República como señuelo emocional para terminar con el pacto constituyente.

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