Un triple fracaso

    ( Publicado en Diario SUR de Málaga  el  15 de octubre de 2020)    

LA PUESTA EN MARCHA del estado de alarma, el instrumento que la Constitución prevé para luchar contra pandemias como la del covid-19, ha terminado, por ahora, en un triple fracaso: político, jurídico y social.

La dimensión política del fracaso es la que más directamente podemos atribuir a nuestros dirigentes. Para que el estado de alarma hubiera funcionado correctamente habría sido preciso que el Gobierno hubiera renunciado a usarlo como instrumento para desgastar a la oposición y la oposición a usarlo como instrumento para desgastar al Gobierno. Ese pacto, temporal y por razones de Estado evidentes, no sólo estaba exigido por las circunstancias, sino que también se desprende del diseño constitucional de la alarma, pues la Constitución prohíbe la disolución del Congreso, y por lo tanto la convocatoria de elecciones, mientras el estado de alarma esté en vigor. No es, pues, la alarma el momento constitucional para intentar derribar al Gobierno, sino la ocasión para que este busque con la oposición las vías para reforzar sus apoyos en el Parlamento. Tras los primeros cien días de estado de alarma en toda España (de mediados de marzo hasta mediados de junio pasado) y los enfrentamientos que ha ocasionado su nueva declaración, ahora en la Comunidad de Madrid, ya sabemos que eso no ha sido posible. A estas alturas, como los partidos que sustentan al Gobierno están también en la oposición y viceversa (en Madrid y en otras Comunidades Autónomas), es aún más difícil discernir si han sido los unos o los otros los principales responsables. De lo que no cabe duda es del tremendo error que, cada cual con su cuota parte de responsabilidad, han cometido entre todos. Que el instrumento constitucionalmente idóneo para luchar contra la pandemia se haya visto lastrado, posiblemente ya sin remedio, por la escasa altura de miras de nuestros representantes públicos, hará que sea más difícil ganar la batalla contra el coronavirus.

En esas circunstancias, el fracaso jurídico de las medidas contra el covid-19 era prácticamente inevitable. Ante las dificultades políticas para activar el estado de alarma, como se ha dicho el instrumento constitucionalmente diseñado para ello, ni siquiera se optó por un plan alternativo consistente en reformar las leyes de salud pública para permitir medidas en cierto modo similares. La ausencia de ese «plan B», anunciado hace meses pero que pronto dejó de estar entre las prioridades del Gobierno y del Parlamento, fue lo que ha obligado a poner en marcha atajos jurídicos de diversa envergadura cuando nos hemos tenido que enfrentar a la segunda ola de la pandemia. Si ya es dudoso que las Comunidades Autónomas, competentes en la materia, puedan limitar por razones de salud pública y con carácter generalizado el derecho fundamental a la libertad de circulación (algunos Tribunales Superiores de Justicia ya han opinado que ello no es constitucionalmente posible), aún es mas dudoso que tal limitación de derechos se pueda hacer mediante una orden ministerial, por mucho que sea de obligado cumplimiento por las autoridades autonómicas. Esa ha sido la razón por la que el Tribunal Superior de Justicia de Madrid se ha negado a ratificar la orden de la Consejería de Sanidad de esa Comunidad Autónoma. De lo que no parecen tener dudas los jueces es de su propio poder para ratificar o no medidas administrativas de este calado, lo que no deja tampoco de ser de dudosa constitucionalidad. No debemos olvidar que la separación de poderes no sólo debe impedir que los gobiernos se inmiscuyan en la labor de los jueces, sino que también exige que los jueces, a los que la Constitución ordena que se limiten a juzgar y ejecutar lo juzgado, no se inmiscuyan en la labor de los gobiernos, salvo que se recurra la legalidad de sus decisiones. Esto encaja solo con dificultad en que tengan atribuida de oficio la potestad de revisar con carácter previo normas generales, el arreglo por el que optó el Gobierno, con el consentimiento del Parlamento, para justificar su huida del estado de alarma.

Pero lo peor es, sin duda, el fracaso social del estado de alarma, entendiendo por tal la reacción que suscita en la opinión pública. Su presencia en la Constitución es fruto de la preocupación por custodiar nuestros derechos fundamentales incluso cuando se otorguen poderes excepcionales a las autoridades. El estado de alarma permite poner en marcha esos poderes, pero también los mecanismos para su mejor control. La opinión pública, sin embargo, parece más preocupada cuando las mismas limitaciones de derechos se toman mediando el estado de alarma que en ausencia de este, lo que sólo se explica porque los partidarios o detractores de la alarma lo sean exclusivamente, como ocurre siempre que el relato partidista se apodera de una cuestión, en función de los partidos políticos que se hayan mostrado previamente a favor o en contra.

En suma, del triple fracaso del estado de alarma puede responsabilizarse, en mayor o menor medida, al Gobierno y a la oposición. Sin embargo, hay que recordar que ambos, siendo como son parte del problema, son también los únicos legitimados, cada uno en su respectiva posición institucional, para arbitrar posibles vías de solución. Como ciudadanos, no deberíamos unirnos al coro de los que apoyan un inmediato cambio de protagonistas, algo que en este momento no toca y que traería lo que menos necesitamos ahora, la inestabilidad institucional. Más bien, deberíamos intentar convencer a nuestra clase política para que aparcaran de momento sus legítimos intereses de parte. Es una lástima que las encuestas electorales, el argumento más convincente para que cambien su actitud, no parezcan incentivar, al menos por ahora, la adopción de ese nuevo rumbo.


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