Cuando el Rey Abdica
Publicado en las cabeceras del Grupo Joly el 3 de junio de 2014
En una monarquía parlamentaria, una abdicación no es
exactamente un vacío de poder, ya que el Rey no ejerce poder alguno: ni
siquiera tiene el poder de abdicar. El nuestro ha anunciado su decisión de hacerlo
al presidente del Gobierno, pero es éste el que debe prestarle su
consentimiento, y después serán las Cortes Generales las que deberán aceptarla.
La abdicación, como cualquier otra forma de sucesión en el trono, es un hecho inusual,
pero no implica ninguna excepcionalidad desde el punto de vista constitucional.
Ahora bien, es innegable que la abdicación de Juan Carlos se
produce en un escenario económico, social y político convulso que, para
empezar, afecta de manera muy directa a su propia familia. Aunque sólo los muy jóvenes
o los muy desmemoriados podrían caer en el error de pensar que estos últimos
meses condicionan, hasta el punto de ponerlo en negativo, el balance de sus casi
cuarenta años de reinado, lo cierto es que ni el Rey, ni la Monarquía, pasaban
por su mejor momento en nuestro país. Por eso mismo, la abdicación puede
concitar todo tipo de expectativas.
A mi juicio, las que más se alejan de la realidad son las de
los que opinan que es ésta la ocasión esperada para instaurar, por fin, la República
(me refiero a la República como forma de Estado, pues lo cierto es que los
valores republicanos de libertad, igualdad, democracia e imperio de la Ley,
están desde hace tiempo presentes en nuestro país). Tengo para mí que esa forma
de pensar es heredera de lo que la República significó en el pasado, la alternativa
democrática a un régimen autoritario que sólo podía advenir mediante un cambio
revolucionario propiciado por un momento de crisis (la dimisión de Amadeo I, en
el caso de nuestra primera República o las elecciones municipales de 1931 y el
exilio de Alfonso XIII, en el caso de la segunda). Sólo desde ese imaginario,
hoy ya desfasado, se puede seguir pensando que el mejor momento para instaurar
una República es ahora que un Rey va a ser sustituido por otro y, dejándose
llevar por la emoción que sigue evocando el término (¡La República!), llegar a
convencerse de que ésta (probablemente presidida, pongamos por caso, por el
actual presidente del Gobierno), acabaría como por ensalmo con el paro, la
corrupción, los desahucios y la amenaza del cambio climático.
La decisión de cambiar nuestra jefatura del Estado
monárquica por otra republicana deberá, sin duda, someterse en algún momento a
referéndum (uno de los de verdad, no un intercambio de opiniones en las redes
sociales), pero la Constitución no permite hacerlo al hilo de la abdicación. Instaurar
la República exige una reforma constitucional agravada, es decir, aprobada con mayoría
reforzada en ambas Cámaras por las Cortes, y por dos veces, con unas elecciones
convocadas al efecto entre una y otra para ese fin, y después un referéndum
popular de ratificación. Nada que ver con el breve proceso que ahora se inicia
y que culminará con la proclamación del nuevo Rey.
Mayor comentario merece, a mi juicio, la opinión de los que,
alentados en parte por la alusión que hizo el propio Rey al anunciar su
abdicación a la necesidad de dar protagonismo a una nueva generación, piensan que
junto con un Rey nuevo ha llegado también el momento de una nueva Constitución.
Va de suyo que el nuevo Rey nada podrá decidir sobre esa hipotética reforma
constitucional y que en una democracia consolidada como la nuestra no sería posible
pedirle al monarca que liderara ese proceso de cambio al estilo de cómo hizo su
padre con la transición que permitió terminar con el franquismo. Sí es cierto,
sin embargo, que la proclamación de Felipe podría contribuir a generar en
nuestra clase política el imprescindible clima de acuerdo y sosiego necesario
para abordar las reformas constitucionales cuya necesidad (aunque no su diseño)
está desde hace tiempo diagnosticada por los expertos. Afortunadamente, ello no
depende del Rey sino de las Cortes y, en última instancia, de todos nosotros,
que seríamos llamados a las urnas para, en su caso, refrendar ese cambio
constitucional.
En pocos días, el nuevo Rey deberá comparecer en las Cortes Generales
y, para ser proclamado, renovar el juramento que como Príncipe de Asturias hizo
ante ellas al cumplir la mayoría de edad: guardar y hacer guardar la
Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y las
Comunidades Autónomas. Si la idea de cambio constitucional fragua en nuestra
clase política, su discurso de coronación, al que tanto gobierno como oposición
habrán dado su consentimiento, podría llegar a tener tanta importancia como el
que pronunció su padre una ocasión similar.
Hemos tenido tan malos reyes en nuestra sufrida historia
política, que decir que Juan Carlos ha sido uno de los mejores no es una
afirmación que haga justicia a su labor. Que llegó a ser mejor que su
predecesor será, sin duda, uno de los mayores elogios a los que podrá aspirar
su hijo.
Comentarios
Publicar un comentario