Malos Ejemplos

(Publicado en  Diario SUR de Málaga, el 29 de mayo  de 2016)


 EN NUESTRO imaginario colectivo, la democracia representativa sigue teniendo cierto componente aristocrático, al menos en el sentido en el que Aristóteles definía la aristocracia como el gobierno de los mejores, sólo que ahora sabemos que la selección de los mejores debe hacerse por votación de la mayoría. Por esta razón, nos sentimos defraudados cuando descubrimos que alguno de nuestros políticos no lleva una vida precisamente ejemplar. Y por ello mismo queda plenamente justificado que los medios de comunicación dediquen una atención preferente a los casos de comportamientos poco edificantes de los representantes que hemos elegido con nuestro voto. La definición clásica según la cual «los medios de comunicación son los perros guardianes de la democracia» quiere decir exactamente eso: que no deben bajar la guardia vigilando a los que se dedican a la cosa pública.


Pero, como todo postulado razonable, la afirmación de que la vida de los políticos tiene que estar sometida al escrutinio mediático debe siempre aplicarse respetando el principio de proporcionalidad: también la Inquisición se dedicó durante mucho tiempo a vigilar la vida la gente, pero ése sí que es un ejemplo del que convendría distanciarse lo más posible. ¿Dónde están, pues, los límites? La Constitución señala claramente dos: el derecho al honor y el derecho a la intimidad. Estos derechos están directamente ligados a la dignidad humana, y, por esta razón, de los mismos son titulares todas las personas. Esto incluye también a los políticos, aunque su derecho al honor o a la intimidad reviste algunas particularidades.

El derecho al honor nos protege frente a quien lesiona nuestra reputación con afirmaciones falsas u opiniones injuriosas. Los políticos, sin embargo, deben soportar la falsedad o la injuria mucho más que los que no ejercemos cargos públicos: lo primero, porque el debate público debe ser suficientemente robusto como para no prohibir las afirmaciones que podrían resultar falsas, salvo que se hagan con plena consciencia de su falsedad; lo segundo, porque el debate público debe ser suficientemente abierto como para permitir las opiniones apasionadas o vehementes, con la única excepción del insulto gratuito o innecesario.

El derecho a la intimidad, por su parte, prohíbe que nuestra vida privada sea puesta a disposición de los demás sin nuestro consentimiento. Puede resumirse, como gráficamente hicieron sus precursores, como el derecho a que le dejen a uno en paz. Pero, del mismo modo que quien airea voluntariamente su intimidad no podrá luego quejarse de lo que él mismo ha propiciado, el que asume un cargo de responsabilidad política tiene también que asumir que sus comportamientos privados dejarán de serlo en el mismo momento en el que se demuestre que pueden repercutir en su gestión de la cosa pública.

En definitiva, tenemos derecho a políticos ejemplares. Pero no tenemos derecho a entrar a saco en su vida privada para comprobarlo. No siempre es fácil discernir en un caso determinado si debe prevalecer el interés general en que el debate público sea amplio y desinhibido o el interés particular de un político en que su honor no sea puesto en entredicho o su vida privada puesta al descubierto (que es también, no se olvide, el interés general de los demás en vivir en una sociedad en la que los derechos fundamentales de todos sean debidamente respetados). Pero hay una distinción, que, en mi opinión, debería  aportar una considerable dosis de claridad a este respecto: la que existe entre los medios de comunicación, por una parte,  y los poderes y administraciones públicas, por otra.

Del mismo modo que los medios de comunicación son los perros guardianes de la democracia, los poderes públicos deben ser celosos guardianes de nuestros derechos. Las administraciones públicas son hoy en día las mejores conocedoras de la vida privada de los ciudadanos. Pueden conocer mi historial médico, mis movimientos bancarios y mis cuentas con Hacienda, mis multas de tráfico, mis diligencias de embargo, mi sentencia de divorcio, mis antecedentes penales o policiales, mis calificaciones académicas, el importe de mi hipoteca o el de mi sueldo. También los suyos. Pero su obligación es custodiar fielmente esos datos, que no deben ser difundidos ni emplearse para una finalidad distinta de aquella para la que fueron recopilados. En esa obligación no valen distinciones entre los políticos y los que no lo somos.

Puede que sea noticia que un senador ha tenido que llegar a un acuerdo con una Hacienda local de la que es deudor para que no le embarguen el sueldo del Senado. Pero si la noticia se produce es porque quien tenía la obligación de custodiar los datos personales de un ciudadano no ha sido suficientemente diligente en su custodia. No estamos hablando de una filtración que pueda justificarse por el interés público en conocer un hecho delictivo o una práctica corrupta. Francamente, en este caso a mí me parece que son la Hacienda local o el Senado los que han dado un mal ejemplo.

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