Segunda primera vuelta

(Publicado en  Diario SUR de Málaga, el 2 de mayo  de 2016)


NUESTRA democracia, como todas, se sustenta sobre la base de elecciones periódicas pero suficientemente distanciadas, en nuestro caso cada cuatro años. Si parece haber un acuerdo unánime en que repetirlas a los seis meses es un fracaso colectivo, ¿qué sentido tiene someter la repetición a las mismas normas que el resto de los procesos electorales? Pues eso es precisamente lo que ocurrirá con las elecciones del próximo junio: que no serán, como a veces se dice, la segunda vuelta de las del pasado diciembre, sino la repetición, por segunda vez, de la única vuelta que prevé nuestra legislación electoral. Yo creo que no debería ser así.

Una segunda vuelta tiene sus reglas. La más importante es que sólo se celebra si ningún candidato ha alcanzado en la primera la mayoría absoluta y que a ella sólo concurren los que hubieron obtenido en ésta un determinado número de votos. Esta regla está pensada, sobre todo, para elecciones de cargos ejecutivos (desde Alcaldes a Presidentes), y cuando se aplica en las legislativas se hace con distritos uninominales, donde se reparte sólo un escaño. Inaplicable, por tanto, en un sistema de distritos plurinominales y reparto proporcional como el que rige en nuestro país para el Congreso. Su objetivo, además, es evitar que puedan hacerse con el único escaño en liza partidos que obtienen el mayor número de votos en un distrito teniendo potencialmente en contra a la mayoría de los electores del mismo, pero poco puede hacer contra la fragmentación electoral y aún menos contra la aversión al pacto de los grupos parlamentarios, que son (sobre todo el segundo), los principales problemas que debe afrontar ahora el sistema político de nuestro país.

Ahora bien, que no podamos implantar aquí este sistema de ballotage, es decir, una segunda vuelta con todas sus consecuencias, no significa que no podamos regular elecciones como las de este verano de modo que vengan a ser, en la práctica, una segunda ronda de las de la pasada Navidad. Si así se hubiera hecho, en esas elecciones no habría que proclamar de nuevo candidaturas, pues seguirían siendo válidas las de antes; no habría necesidad de llamar a la moderación del gasto en la nueva campaña electoral, pues la ley no la contemplaría; no habría que sortear de nuevo a los miembros de las mesas electorales, pues volverían a actuar como tales los que se sortearon en las elecciones anteriores, etcétera. Con todo ello, el ahorro sería considerable en términos económicos, incluso muy considerable si se eliminaran también nuevas subvenciones por escaños y por votos obtenidos, cuando hace poco tiempo que se cobraron las anteriores. Además de dinero, ahorraríamos también en tiempo, al no tener que repetir de nuevo toda una serie de trámites, sin los cuales dejaría de tener sentido que entre la disolución del Parlamento y las elecciones medien nada menos que 54 días. De hecho, la segunda ronda podría llevarse a cabo a la semana siguiente de la disolución, con lo que, en el caso de las elecciones que se avecinan, estaríamos votando no a finales de junio sino a mediados de mayo.

El ahorro económico y el acortamiento de plazos serían sin duda significativos, más aún en tiempos de crisis y con una interinidad gubernamental tan prolongada. Pero la mayor ventaja de esa nueva regulación sería, probablemente, otra: que crecerían los incentivos para formar gobierno, al menos en la misma medida que decrecerían los incentivos para acudir de nuevo a las urnas, pues los partidos no podrían ensayar nuevas estrategias distintas de las que ya ofertaron en la primera ronda electoral. Por ejemplo, los que entonces se presentaron por separado no podrían ahora unirse en coalición, ni los que apostaron por un líder cuyas expectativas ahora se ven mermadas podrían decidir sustituirlo por otro. Por supuesto que a nadie se le puede obligar a ser candidato a la fuerza, pero las posibles renuncias tendrían necesariamente que resolverse con la incorporación del siguiente en la misma lista que fue proclamada en su día.

Cierto que pueden esgrimirse también razones en contra de toda esa regulación: para empezar, si la oferta anterior no funcionó, ¿qué sentido tendría obligar a repetirla sin introducir ningún cambio? O también: ¿por qué limitar la libertad de electores y candidatos si éstos quieren mudar sus propuestas y aquéllos podrían preferir respaldar ese cambio con su voto? Pero estos argumentos, que serían, sin duda, atendibles en elecciones ordinarias, deberían ceder ante el carácter específico de las que fueran consecuencia de la disolución automática de las Cortes que prevé la Constitución cuando el Congreso no ha podido ni siquiera cumplir la primera función para la que se le eligió, investir a un presidente del Gobierno.


Al Parlamento que es incapaz de generar gobierno le llaman los ingleses un Hung Parliament. Puede que a muchos de ustedes les importe más bien poco que el Parlamento se quede colgado. Pero cuando esto sucede, el desaire es en realidad para todos los ciudadanos. Por eso mismo, no se debería privar a los electores del derecho a pronunciarse de nuevo precisamente sobre la misma (exactamente la misma) oferta electoral. Ni eximir a los candidatos de entonces (exactamente los mismos) de rendir cuentas por lo que han hecho o dejado de hacer en estos meses.

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