La Fiscal General y la Constitución

( Publicado en Diario SUR de Málaga  el 20 de enero de 2020) 

PARECE QUE QUIEN más ha acertado al comentar el inminente nombramiento de Dolores Delgado ha sido la propia Dolores Delgado, que contestó con un espontáneo «la que me va a caer» cuando recibió las primeras felicitaciones. En efecto, nada más conocerse que dejaba de ser Ministra de Justicia para, sin solución de continuidad, ser propuesta como Fiscal General del Estado, han arreciado tanto alabanzas como censuras. 
Pero ni a unos ni a otros les ha perturbado lo más mínimo haber dicho ahora lo contrario de lo que dijeron hace pocos meses; o haber nombrado hace unos años para tan alta responsabilidad a alguien cuya imparcialidad, al menos la política, también podía, como en este caso, ponerse seriamente en cuestión. Nada nuevo en nuestro debate público, pues, por poner los (hasta ahora) últimos ejemplos, algo parecido pudimos oír hace unos días cuando la inmunidad parlamentaria pasó a ser vista como la mejor garantía contra la tiranía posfranquista por los que poco antes la denostaban como el último reducto de los privilegios de la casta; o cuando los mismos que aplaudieron hace unos años la reforma legal que consideró una pérdida de tiempo esperar una sentencia firme para quitarle el acta a un concejal condenado en primera instancia se muestran ahora escandalizados al ver que se aplica el mismo rasero para despojarle de la suya como diputado en el Parlamental presidente de la Generalidad de Cataluña.
Cierto que nadie está libre de ver su juicio enturbiado por prejuicios ideológicos, y no menos cierto que a veces es preferible rasgarse las vestiduras a que te rasguen la investidura. Pero, por si quiere formarse su propia opinión sobre el nombramiento de la Fiscal General y quiere usar para fundamentarla argumentos constitucionales, ahí tiene unos cuantos apuntes con los que defenderse de tirios y troyanos.
El primero, que la Constitución quiere que al Fiscal General lo designe el Gobierno (y no sólo su presidente: en el caso de un Gobierno de coalición esto quiere decir que todos los socios de este son igualmente responsables del nombramiento). Esta decisión encuentra su lógica en que la fiscalía es el principal instrumento para la ejecución de la política criminal del Estado, y ésta se encuentra también, como la política de defensa o la política agrícola, bajo la dirección del poder ejecutivo. Por esa misma razón, la fiscalía, a diferencia de la judicatura, tiene una organización jerárquica y se rige por el principio de unidad de actuación, que es el único modo de que un cuerpo de funcionarios ejecute de manera uniforme una determinada política, sea esta cual sea. Al designar al Fiscal General se nombra a la persona que estará al frente de esa organización jerárquica. Esta es la razón por la que la Ley prevé su cese cuando cesa el Gobierno que lo nombró.
El segundo apunte constitucional sirve en cierto modo de contrapeso al anterior, lo cual no es en absoluto sorprendente, pues ya se sabe que toda Constitución que se precie es justamente una ordenada colección de frenos y contrapesos. El contrapeso aquí es el muy importante principio de imparcialidad al que los fiscales, con el Fiscal General al frente, se encuentran especialmente sujetos. La imparcialidad es un elemento básico en la administración de justicia, de la que la fiscalía forma parte esencial, hasta el punto de que su observancia es un derecho de los justiciables y su quiebra puede venir tanto cuando no se respeta como cuando las apariencias inducen a sospechar que no se ha respetado. Así que el freno que debe encontrar el Gobierno a la hora de designar a un Fiscal General es que debe buscar alguien imparcial y que además lo parezca. Esa es su obligación constitucional, una exigencia cuyo respeto es aún más necesario cuando se viene de incurrir en el error, afortunadamente reconocido, de presumir de lo contrario, es decir, de que el gobierno puede llegar a controlar la fiscalía. La defensa del principio de imparcialidad es la razón por la cual el Gobierno no puede cesar libremente al Fiscal General una vez que ha sido nombrado.
El tercer apunte es que precisamente para mejor garantizar que el nombramiento del Fiscal General respeta los principios constitucionales, la Constitución y la Ley establecen mecanismo de control. Sobre su idoneidad deben pronunciarse el Consejo General del Poder Judicial y el Congreso de los Diputados. Que haya dos controles sucesivos no sólo sirve para reforzar las garantías que rodean al nombramiento, sino que permite también arrojar alguna luz sobre las funciones de cada una de las dos instancias llamadas a intervenir. Que la candidata deba comparecer ante la Comisión de Justicia del Congreso no sólo propicia que las Cortes puedan pronunciarse, después del correspondiente debate, sobre la oportunidad política de la persona designada Fiscal General, sino que permite al Consejo General del Poder Judicial apartarse del control político (preservando así su propia imparcialidad como órgano de Gobierno de la Justicia),  para centrarse en el cumplimiento de los requisitos legales que debe cumplir el candidato al puesto.
Este entramado constitucional no solo refuerza las garantías de un nombramiento tan relevante, sino que nos permite a los ciudadanos atentos al debate público tener más elementos de juicio para valorar hasta qué punto cada una de las instancias intervinientes en el proceso ha cumplido sus obligaciones constitucionales. Es con arreglo a estos principios que podemos plantearnos si el Gobierno ha tenido en cuenta el debido respeto al principio de imparcialidad al designar a la nueva Fiscal General y si el Consejo General del Poder Judicial ha evitado caer en la deriva partidista que le debería ser ajena al informar sobre la candidata. Cuando se produzca la comparecencia ante la Comisión de Justicia del Congreso tendremos también elementos de juicio para valorar las razones y actitudes de los diputados que forman parte de ella.


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