República imaginada

   ( Publicado en Diario SUR de Málaga  el 15 de julio de 2020) 

CONOZCO GENTE QUE es incapaz de estar a favor de algo sin estarlo completamente. Sujetos que nunca reconocerán nada negativo en aquello que aprueban. Les ocurre lo mismo cuando están en contra: por mucho que se esfuercen, no aciertan a ver nada positivo en lo que han decidido denostar. Son individuos sin fisuras, que no se permiten ninguna concesión a sí mismos, mucho menos a sus adversarios. Aunque son también los que arrugan la frente y a los que se les bloquea el pensamiento cuando se enteran, por ejemplo, de que la disminución de las donaciones de órganos es una consecuencia inevitable de la reducción de los accidentes de tráfico. ¡Vaya! - parecen pensar - y ahora, ¿cómo me posiciono, absolutamente a favor o absolutamente en contra? 
Con este tipo de personas no aconsejaría iniciar un debate sobre la forma de la jefatura del Estado en nuestro país. Tanto si profesa la fe (nunca mejor dicho) republicana como la monárquica, verán su opción como un dechado de virtudes infinitas y la contraria como la suma de todos los males sin mezcla de bien alguno, que es como los escolásticos definían el infierno. Por mucho que nos esforcemos, será imposible que la realidad, esa cosa tan llena de matices, haga algún tipo de mella en sus pétreas convicciones.
Aunque los militantes de ambos lados se igualan en resistencia, hay algo especialmente irritante en los fanáticos de la República. Es el uso continuo de lo que podríamos llamar la falacia democrática: como la República es - sólo faltaría - más democrática que la Monarquía, basta este argumento para estar completamente a favor. Una falacia que, además, es enervante por partida doble. Por un lado, por su obstinada ignorancia del hecho de que cinco monarquías europeas (entre ellas la nuestra) se encuentren en el reducido club (sólo 22 países) de las democracias plenas del mundo según The Economist. Por otro lado, el displicente aire de superioridad moral con el que rechazan entrar en más detalles, dejando a todos los demás en una posición como poco desairada: si la democracia exige la República, sólo quien no es demócrata no estará dispuesto a apoyarla. Un afirmación falsa que nos lleva a otra más falsa todavía.
En mi opinión, una vez descartada la supuesta exclusividad democrática de la forma republicana cobran importancia los detalles de su diseño institucional, hasta el punto de que deberían ser dirimentes para decantarse a favor o en contra de sustituir la Monarquía que tenemos por la República que habría de venir. ¡Ah, los detalles! Es un terreno por el que no suelen transitar los convencidos, no vaya a ser que se encuentren con el diablo. Pero eso no significa que tengamos que renunciar a exigirlos. Por ejemplo, esa República de la que nos hablan, ¿será presidencialista, parlamentaria o una fórmula intermedia entre una y otra? ¿Elegiremos a su presidente a través de los territorios, como establecía el proyecto de Constitución de nuestra primera República? ¿Estará entre sus atribuciones la disolución de las Cortes, origen de la primera grave crisis constitucional de la segunda? ¿Gozará el presidente de la República de algún tipo de inviolabilidad (perdón por mentar la bicha) mientras esté en su cargo? Y la pregunta más importante de todas: ¿cómo se las arreglarán sus partidarios para concitar el consenso necesario para aprobar una Constitución Republicana con el mismo apoyo popular que tuvo cuando fue aprobada la de la Monarquía Parlamentaria? Que no sepamos prácticamente nada de estos asuntos, como digo los verdaderamente relevantes, nos podría hacer pensar, probablemente con razón, que los predicadores de la República se han limitado a anunciar la buena nueva, pero han renunciado a hacer el resto de su trabajo, como si tras la llegada de su República imaginada todo lo demás fuera a venir por añadidura.
De la monarquía que tenemos, estamos, por el contrario, al corriente de muchos de sus detalles, tanto los que menos nos gustan como los que nos agradan. Entre los primeros, aquellos que están ahora de plena actualidad, sobre los que ya me he pronunciado en esta misma tribuna de SUR, y cuya reforma debe abordarse más temprano que tarde. Entre los segundos, su excelente capacidad de adaptación (es lo que tiene una institución que ha sabido sobrevivir a la caída de varios meteoritos), el buen rendimiento institucional en las funciones que tienen constitucionalmente encomendadas (lo hemos visto en situaciones excepcionales, como el 23-F y el 3-O, y en otras ordinarias pero también complicadas, como la gestación de las últimas investiduras) y el buen lugar en el que suele dejar al país en las relaciones internacionales. Añadan algo solo para los muy sibaritas del control del poder: no hay ocasión protocolaria en la que no sienta cierta tranquilidad al comprobar que el que más manda (en eso, democracia obliga) no es el que más honores recibe.
Y en esas estábamos cuando, como siempre all'improvviso, aunque raro como nunca, nos ha vuelto a llegar el verano. Gracias a uno de los cachivaches tecnológicos que me ayudan a soportar la canícula, solo tengo que expresar en voz alta mis deseos para oír instantáneamente la música de mi elección. Digo «¡veneno en la piel!» y refresco mi cara con una sonrisa escuchando el quinto álbum de Radio Futura mientras me recuerdo treinta años más joven e imagino a Felipe VI remedando a Santiago Auserón y cantando con ritmo a sus críticos «Dices que yo no soy tu hombre ideal / mientras hojeas con soltura una revista / y me pregunto si tendrás alguna pista / o alguna foto de tu tal para cual». Pues eso mismo: cuando mis amigos republicanos me faciliten alguna pista de la República que quieren para España, leeré con gusto sus argumentos. Por ahora, le doy un aprobado a la Monarquía. No suspendo a la República, pero sabemos tan poco de ella que tendrá que conformarse con un no presentado. No será fácil, pero si vuelven en septiembre con los deberes hechos, no descarto que me convenzan. Mientras tanto, intenten pasar un feliz verano.

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