Tres buenas razones para inhabilitar a una infanta

(Publicado en Diario SUR de Málaga, el 26 de abril de 2017)


LA noticia del recurso de Iñaki Urdangarín contra su condena ha vuelto a poner de actualidad una cuestión que, quizá, cayó demasiado pronto en el olvido al mitigarse el impacto del caso Noos en la opinión pública. Permítame ilustrarla con el siguiente ejercicio de imaginación: suponga un país democrático, con una jefatura del Estado monárquica, en donde una de las personas incluidas en la línea de sucesión al trono hubiera tenido un comportamiento no ejemplar a raíz del cual la opinión pública se le hubiera vuelto en contra. En esas circunstancias, ¿sería conveniente inhabilitarla, apartándola de la línea sucesoria? Si ese país fuera el nuestro, y la persona en cuestión la infanta Cristina, se me ocurrirían al menos tres buenas razones para hacerlo.

En primer lugar, la inhabilitación contribuiría a afianzar la distinción entre responsabilidad política y responsabilidad penal, algo de lo que, sin duda, estamos muy necesitados. Resulta sorprendente que importantes sectores de la opinión pública clamaran para que la infanta o su marido ingresaran en prisión, algo que sólo lo jueces (que no ejercen su poder en función de lo que la gente quiera, por mucho que la justicia emane del pueblo) pueden decidir; y que, por el contrario, haya sido muy escasa la presión de esa misma opinión sobre los miembros de las Cortes Generales (que, estos sí, deben guiar sus acciones por lo que opine el pueblo al que representan) para que la infanta fuera apartada de la línea de sucesión al trono. Cierto que Cristina fue absuelta, por lo que nadie debe exigirle ahora ningún tipo de responsabilidad penal. Pero su absolución, declarada según las reglas del derecho, no tiene mucho que ver con la responsabilidad política a la que debería hacer frente. Esta última no se rige por normas jurídicas, sino por el dictado de la opinión pública. Esa es la única «condena» que el pueblo puede dictar en una democracia: considerar que alguien no es digno de seguir representándole, aunque sea ejerciendo una representación simbólica tan peculiar como la que encarna la monarquía. Sólo una sentencia dictada por un tribunal, no por el pueblo, podría haber ordenado el ingreso en prisión de la infanta, pero sólo una ley aprobada por los representantes del pueblo, no los jueces, podrá decidir sobre su exclusión de la línea sucesoria.

En segundo lugar, la inhabilitación de la infanta ayudaría a dotar a la monarquía de más legitimidad. Aunque ésta va aumentando desde la llegada al trono de Felipe, no acaba de llegar a las cotas de aprobación popular que había alcanzado hace unos años. El Rey ya ha hecho lo apropiado en este asunto, excluyendo a su hermana, y no digamos a su cuñado, de los actos oficiales. Pero el Rey no puede, ni debe, hacer más. En una democracia constitucional, la jefatura del Estado monárquica no se legitima por lo que el Rey hace, sino por lo que no hace. No hace mucho, con motivo de la crisis de gobernabilidad derivada de los últimos resultados electorales, algunos grupos parlamentarios tomaron el camino equivocado, al intentar arropar a su candidato a Presidente del Gobierno por haber recibido un «encargo real» para la investidura, como si la Corona pudiera añadir algo de legitimidad a las decisiones del Parlamento. Es justo al revés: el Parlamento, el órgano constitucional depositario directo de la voluntad popular, debe ser el principal encargado, con sus actos, de custodiar la delicada posición constitucional de la Corona.

Por último, el propio Parlamento podría encontrar lo que lleva buscando hace tiempo, una conexión más intensa con el pueblo al que representa, si se decidiera a resolver este asunto mediante la aprobación de la Ley Orgánica que prevé la Constitución para resolver «cualquier duda de hecho o de derecho» en el orden de sucesión. Hay quien opina que sólo la infanta podría, si quisiera (y es evidente que no quiere) renunciar a sus derechos sucesorios. Probablemente sea cierto. Pero que alambicadas normas de derecho nobiliario consideren su renuncia como un acto personalísimo en el que nadie puede sustituir la voluntad de la interesada, no puede impedir, a mi juicio, que las Cortes Generales apliquen la única norma relevante en esta materia, es decir la Constitución española, para dirimir quién puede y quién no puede aspirar a encarnar el órgano constitucional al que se atribuye la jefatura del Estado. Confundir una cosa con la otra hace un flaco servicio tanto a la monarquía parlamentaria como a la democracia constitucional. Y para el que tenga dudas sobre lo que la Constitución permite a las Cortes en este aspecto, debe recordársele que otro acto también personalísimo del anterior Rey, nada menos que su abdicación, sólo pudo perfeccionarse cuando las Cortes lo aprobaron. Cierto que, como todo lo que ocurre en el mundo del Derecho, podrían plantearse dudas sobre la pertinencia de aplicar para apartar del orden sucesorio a Cristina el mismo procedimiento que se usó para la abdicación de Juan Carlos. Pero todas las monarquías parlamentarias se basan en costumbres constitucionales que el paso del tiempo va consolidando. Sería una buena oportunidad para implantar en la nuestra el principio de que nadie puede permanecer en la línea de sucesión de la Corona con la desaprobación de las Cortes.

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