Bulos, estado de alarma y libertad de expresión

   ( Publicado en Diario SUR de Málaga  el 5 de mayo de 2020) 

SI LEYERON El pulgar del panda, ya saben por qué Stephen Jay Gould, durante muchos años catedrático de paleontología en Harvard, pasa por ser uno de los grandes divulgadores científicos del siglo XX. En 1987 protagonizó una interesante polémica con otro grande, esta vez del Derecho: Antonin Scalia, uno de los baluartes conservadores del Tribunal Supremo de los Estados Unidos hasta su muerte en 2016. Fue con motivo de la Ley que exigía que en las escuelas del Estado de Luisiana los profesores de biología dedicaran el mismo tiempo a explicar la evolución de las especies y la doctrina de la creación según una interpretación literal de la Biblia. Gould se sumó al casi centenar de científicos (incluyendo varios premios Nobel) que testificaron para que el Tribunal Supremo declarara la ley inconstitucional, como efectivamente hizo… con la oposición de Scalia, que firmó un voto particular. La opinión disidente de Scalia, vibrante como todas las suyas, motivó una no menos contundente réplica de Gould, en la que más o menos le venía a decir que era un completo ignorante en biología evolutiva. 
Lo interesante ahora del caso es que, aunque podamos fácilmente estar de acuerdo en que la doctrina creacionista basada en el Génesis pueda calificarse de bulo, ni Gould, ni Scalia, ni por supuesto el Tribunal Supremo, se plantearon en ningún momento prohibir que se afirmara que el universo se creó en seis días y que al sexto apareció la especie humana. Sólo debatieron acerca de si los profesores de biología estaban o no obligados a explicar esa «teoría» a sus alumnos. 
¿Podría un bulo como este, u otro parecido, prohibirse en España? O, al menos, ¿podría prohibirse durante el estado de alarma? Son preguntas fáciles de contestar, a la luz de la Constitución: en ambos casos la respuesta es no.
Ya sabemos que el estado de alarma decretado para luchar contra la pandemia de Covid-19 restringe - ¡y cómo! – algunos derechos fundamentales. Pero la libertad de expresión no se encuentra entre ellos. Tenemos derecho a seguir expresándonos bajo el estado de alarma exactamente igual que antes. También sabemos que, ahora igual que antes, la libertad de expresión no es un derecho ilimitado. Pero esos límites deben respetar una serie de condiciones que se desprenden de nuestra Constitución. Aunque tenemos particularidades, la mayoría de estas condiciones son comunes a todos los regímenes democráticos: en primer lugar, no puede establecerse un sistema de censura previa por el cual sea obligatorio pedir permiso a las autoridades para publicar algo; en segundo lugar, no pueden prohibirse expresiones simplemente porque «choquen, ofendan o molesten» a un sector (por amplio que sea) de la población; en tercer lugar, aunque pueden imponerse sanciones a quien difame o calumnie a alguien, esa regla no puede impedir la opinión, por disparatada que sea, ni la información, incluso falsa (siempre que la falsedad no se haya buscado a sabiendas), sobre los asuntos de interés público y sobre las personas que los protagonizan; cuando se trata de opiniones o informaciones sobre el gobierno o los gobernantes, y no digamos cuando la opinión o la información proviene de la oposición, la regla en la práctica es que se puede decir casi todo, todo si se habla desde la tribuna parlamentaria. Por último, aunque el derecho a expresarse es de todos los ciudadanos, se debe guardar un especial cuidado en proteger lo que se dice en los medios de comunicación y por los periodistas que trabajan en ellos, pues la prensa libre es el «perro guardián» de la democracia. La razón de ser de todas estas reglas es también bastante clara: la libertad de expresión no sólo es un derecho de los que lo ejercen, sino un pilar de todos los sistemas democráticos, que no podrían subsistir sin una opinión pública que pueda formarse en libertad.
¿Significa todo eso que no pueden prohibirse «nunca» los bulos? La palabra «nunca», como su antónima «siempre», son de rara conjugación en Derecho, de manera que quizá sea más apropiado decir «casi nunca». Pero es un «casi» que permite pocas excepciones. Una de ellas es, precisamente, la protección de la salud, por eso no se ve en televisión publicidad sobre remedios milagrosos contra el Covid-19. Otra, la protección de grupos vulnerables, y por eso podría sancionarse al que fomentara el odio contra una minoría racial culpándole de la propagación del coronavirus. Como es obvio, la desafección al Gobierno no entra en ninguna de estas categorías. Pero incluso cuando se trata de proteger la salud o a grupos vulnerables, la frontera entre lo lícito y lo sancionable es tan tenue que es preciso hilar muy fino para distinguirla, pues una represión excesiva (y la penal casi siempre lo es en esta materia) puede desincentivar el debate público, que en una democracia debe ser siempre «abierto, desinhibido y robusto». 
Las compañías privadas a las que confiamos nuestras redes sociales tienen derecho a aplicar sus propios códigos éticos sobre lo que están dispuestas a albergar en sus servidores, y los gobiernos hacen bien en luchar contra la desinformación buscada por potencias extranjeras o empresas que construyen el prestigio de sus clientes o destruyen el de sus adversarios mediante la propagación de bulos. Pero en la gran mayoría de los casos, no será admisible la prohibición o la sanción, sino combatir el bulo con información contrastada que permita poner de relieve su falsedad. Un bulo, conviene no olvidarlo, supone también el ejercicio de la libertad de expresión. Por eso, la lucha contra ellos tiene que respetar las exigencias que se aplican cuando un derecho fundamental se ha ejercido fuera de sus límites. 
Se ha generalizado la idea de que, después de esta pandemia, muchas cosas ya no volverán a ser como antes. Debemos poner todo nuestro esfuerzo para que la libertad de expresión no se encuentre entre lo que echaremos de menos en la «nueva normalidad».

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