Jurar (o no) la Constitución en Vano

   ( Publicado en Diario SUR de Málaga  el 22 de septiembre de 2020) 

DUDO QUE LA RECIENTEMENTE  fallecida Conchita Zendrera fuera muy aficionada a los debates parlamentarios de nuestro país. Algunas de sus sesiones, sin embargo, particularmente las dedicadas al juramento o promesa de acatamiento de la Constitución, las habría encontrado sorprendentemente familiares. Como traductora de Hergé en España, uno de sus más difíciles retos, que superó magistralmente, fue verter al castellano y al catalán los juramentos del Capitán Haddock, y lo cierto es que a algunos diputados y senadores se les ha podido ver compitiendo en imaginación (sin la ayuda, se supone, de un par de tragos de Loch Lomond) con aquel entrañable viejo lobo de mar. Después de haber pasado en los últimos tiempos tantas horas escuchando a sus señorías como las que dediqué antaño (no piensen que con menor provecho) a leer sus aventuras, créanme si les digo que me habría limitado a elevar levemente una ceja como único signo de asombro si hubiera oído proclamar en el hemiciclo acatar la Constitución por los bigotes de Plekszy-Gladtz. Ahora, el Tribunal Constitucional (TC) ha vuelto a anunciar que va a tomar una decisión sobre las extravagantes fórmulas que se vienen usando para jurar o prometer acatar la Constitución. ¿Qué dirá en esta ocasión el Tribunal?

Lo ideal sería, en mi opinión, que el TC terminara anulando, por inconstitucional, el requisito de jurar o prometer el acatamiento de la Constitución para poder ejercer como parlamentario. Para los que hayan empezado a fruncir el ceño al leer lo que se acaba de afirmar, haré en seguida tres precisiones: la primera, que  ese juramento no tiene nada que ver con el deber de acatamiento, pues las normas jurídicas en vigor, la Constitución la primera, despliegan sus efectos sobre todos plenamente, tanto si hemos jurado acatarlas como si no (si necesita comprobarlo, pruebe a poner en el pliego de descargos de su próxima multa de tráfico que usted no juró la ley de seguridad vial). La segunda es que diputados y senadores gozan de un modo especialmente intenso de la libertad ideológica que la Constitución nos garantiza a todos como un derecho fundamental. No podemos olvidar que los miembros del Parlamento han sido elegidos por el pueblo para representar muy diversas opciones políticas y que son la principal vía para manifestar el pluralismo político propio de una democracia. Por esas razones, iría claramente contra la propia Constitución prohibir ejercer ese derecho a quien quisiera mostrar desde su escaño su oposición al texto constitucional. La tercera precisión es que mi propuesta de supresión del juramento no se extiende a los miembros del Gobierno ni a otros funcionarios o cargos públicos, particularmente aquellos que tienen encomendada la aplicación de la Ley. No sólo la Constitución ya prevé que jueces, militares o policías, por ejemplo, tengan limitados algunos de sus derechos fundamentales, sino que el resto de los ciudadanos tenemos probablemente derecho a exigirles, al igual que a los que nos gobiernan, que manifiesten expresamente mediante un juramento su voluntad de acatar el orden constitucional que le hemos encomendado defender.

El TC no lo tiene fácil si quiere anular el juramento o promesa de acatamiento constitucional de los parlamentarios. Ya se ha pronunciado anteriormente sobre este asunto y, como ocurre con todos los tribunales, lo que ha dicho antes condiciona, aunque no determina, lo que puede a decir ahora. Según su jurisprudencia, los diputados y senadores no están obligados a ceñirse a una fórmula ritual encorsetada a la hora de expresar su voluntad de acatar la Constitución, pero su derecho a apostillarla o complementarla no puede contener afirmaciones que impliquen negar el juramento o la promesa. Si se respetan estos límites, exigir el juramento o promesa no va contra la Constitución, aunque no sabemos aún hasta dónde podrían llegar las consecuencias de que una parte no desdeñable de sus señorías se negara a cumplir esas condiciones. Ahora bien, que el juramento no haya sido hasta ahora declarado inconstitucional no significa que las Cámaras no puedan decidir suprimirlo.  Además, que el Parlamento deba ser el templo de la libertad de expresión no quiere decir que se deba brindar reglamentariamente la ocasión, a todo el que esté dispuesto a aprovecharla, para jurar la Constitución en vano.

Lo importante, en todo caso, es que la Constitución se cumpla por los parlamentarios del mismo modo que la cumplimos todos, no que públicamente juren (poniendo a Dios por testigo) o prometan (una versión secularizada de lo mismo) acatarla. Los que llevamos ya demasiado tiempo contemplando cómo algunos parlamentarios intentan sortear el ridículo (un esfuerzo no siempre coronado con el éxito) al sentirse obligados a contarnos las personalísimas razones que le mueven a jurar o no la Constitución seguimos esperanzados en que, de un modo u otro, se ponga fin al espectáculo. Si la obligación de prestar solemne y públicamente ese juramento desapareciera de los reglamentos parlamentarios, habríamos avanzado, creo, en la buena dirección.

(Yo aún diría más: si de mí dependiera, una vez hecha esa reforma, facultaría al presidente de la Cámara para dirigirse al diputado o senador que incumpliera en este punto el reglamento, y poder reconvenirlo al estilo del Capitán, adaptado, con permiso de Conchita Zendrera, a la cortesía parlamentaria: «Le llamo al orden, bebe-sin-sed, bachibozuc, cercopiteco..  ¡por  mil millones de mil náufragos!»)

 

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