Diciembre Constitucional


(Publicado en Diario SUR de Málaga el 6 de diciembre de 2021 - Día de la Constitución)


Las reglas del juego (XXVIII)           






El mes de diciembre está sembrado de efemérides constitucionales. Un 11 de diciembre de 1831, un heroico grupo de españoles capitaneados por el general Torrijos y acompañados por un joven irlandés caían fusilados en las playas malagueñas, pagando así con la vida su lealtad a la Constitución de 1812. Aquella Constitución de Cádiz, fruto del tesón de nuestros primeros liberales, fue la primera que alumbramos en tierra española. Supo mantenerse como faro y guía del constitucionalismo patrio durante buena parte del siglo XIX.  Un 9 de diciembre de cien años después entraba en vigor la Constitución de 1931, dando así forma constitucional a la República que se había proclamado aquel mes de abril. Durante buena parte del siglo XX jugo un papel muy parecido al que en el siglo anterior había tenido su predecesora gaditana. Ambas constituciones tuvieron trayectorias en gran medida paralelas, marcadas por una corta vida truncada por la irrupción del autoritarismo encarnado en personajes tan funestos como Fernando VII o Francisco Franco. A pesar de ellos (aunque también, en cierto modo, gracias a ello), pasaron a la historia como ejemplos míticos del constitucionalismo español, agigantando su estatura como símbolos perdurables de libertad y democracia.

Los 190 años de la gesta de Torrijos y los 90 años de la entrada en vigor de la Constitución republicana coinciden este año de 2021 con la celebración, hoy 6 de diciembre, del 43 aniversario de la Constitución de 1978, el texto constitucional de nuestra historia que más se parece a la Constitución de la Segunda República y el que mejor encarna el espíritu liberal que animaba a los redactores de la Constitución de Cádiz. Hay un claro hilo conductor, el de nuestra mejor tradición constitucional, que une hasta el día de hoy, a lo largo de más de doscientos años, esos tres momentos: 1812, 1931 y 1978. Una tradición que bien podría condensarse en los valores constitucionales que con toda solemnidad reconoce nuestra Constitución vigente en el primero de sus artículos, proclamándolos valores superiores del ordenamiento jurídico: la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político. 

Aunque hayan transcurrido más de dos siglos, es mucho lo que tienen en común estas tres constituciones. Sin embargo, esos doscientos años no han pasado en balde y marcan también las importantes diferencias que las distancian, pues como es obvio cada una de ellas es inevitablemente hija de su tiempo. La principal diferencia no solo separa el texto constitucional de 1978 de los otros dos, sino que hace de la Constitución de ahora un caso singular en nuestra historia, pues es la única entre todas que fue aprobada como una Constitución consensuada, evitando desde el principio erigirse en una Constitución de parte. Fueron necesarios todos los fracasos constitucionales de nuestro pasado, incluyendo los de 1812 y 1931, para que en los inicios de nuestra Transición llegáramos por fin a ser conscientes de que tan importante es que la Constitución asegure el gobierno de las mayorías como que garantice los derechos de las minorías. Lo propio de una democracia es que las primeras pasen cada cierto tiempo a formar parte de las segundas. Una constitución dedicada a consagrar las políticas de una ocasional mayoría del presente, impidiendo que en el futuro se puedan llevar a cabo los de la minoría, igualmente ocasional, no dejaría de ser un obstáculo para la democracia. Por eso, para asegurar la supremacía constitucional son imprescindibles controles contramayoritarios, que sólo desde la ignorancia pueden calificarse de antidemocráticos. Se trata de los controles que garantizan que ninguna mayoría va a ceder a la tentación de establecer mecanismos tendentes a perpetuarse en el poder.  

La segunda gran diferencia entre la Constitución de 1978 y sus dos venerables antepasadas es que sólo aquella ha perdurado en el tiempo, no ya como mito sino como realidad. Dicho de otro modo, de esas tres grandes aventuras constitucionales de nuestra historia, solo la última, la protagonizada por la generación de la Transición, no terminó mal. El consenso fue también la clave para su permanencia: en todas las sociedades conviven personas progresistas y conservadoras, y en todas las sociedades libres las políticas preconizadas por unos o por otros logran de tanto en tanto el apoyo de la mayoría. Conseguir que la Constitución llegue a ser la bandera compartida de ambos grupos es la mejor receta para asegurar la estabilidad constitucional.

Esa receta vale también para la reforma constitucional, frente a la cual hay dos tipos de comportamientos que defraudan del mismo modo el espíritu del 78: el de quien intenta elevar a la Constitución sus propias opciones de gobierno y el de quien se niega a prestar su apoyo para construir el consenso necesario para actualizarla mediante su reforma. Ambas actitudes, desgraciadamente arraigadas en parte de nuestra clase política, recuerdan la misma intransigencia anticonstitucional que acabó terminando con la Constitución de Cádiz o ahogando en sangre la Constitución republicana.

Nuestros vivas a la Constitución en este 6 de diciembre son hoy el mejor homenaje que podemos rendir a nuestros mayores, aquellos que alzaron su voz para proclamar ¡Viva la Pepa! hace más de doscientos años o entonaron hace casi cien un ilusionado ¡Viva la República! Por ellos, y para todos nosotros, ¡Feliz Día de la Constitución!

 

 

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