Dos malas ideas sobre el aborto
La polémica sobre el aborto con la que han marcado territorio nuestros políticos esta semana ha puesto otra vez de relieve (sin sorpresa para nadie) el desconocimiento de algunos de nuestros dirigentes de las reglas de la democracia que consagra la Constitución.
En nuestro Estado de Derecho, los poderes públicos no pueden desobedecer las leyes. Excepcionalmente pueden hacerlo los ciudadanos, pero sólo cuando la propia Ley les dispensa de su cumplimiento por razones de conciencia. Ocurrió cuando existía en nuestro país el servicio militar obligatorio. Y ocurre hoy con los sanitarios, que pueden negarse a practicar un aborto o una eutanasia. Pero como la objeción de conciencia de los sanitarios puede afectar a los enfermos que desean ejercer su derecho a la eutanasia o a las mujeres que desean ejercer su derecho a interrumpir su embarazo, la Ley obliga a los objetores a inscribirse en un registro y a las Comunidades Autónomas a regularlo y gestionarlo, de modo que puedan garantizar que los derechos de todos se ejercen sin interferencias que los hagan recíprocamente impracticables. Por esa razón, ninguna Comunidad Autónoma puede negarse a implantar ese registro, ni mucho menos pueden sus responsables jactarse públicamente de ello, como ha hecho la presidenta de la Comunidad de Madrid.
En nuestra democracia, la Constitución no puede reformarse sin consenso. Una Constitución de parte estaría llamada a ser cambiada cuando la parte contraria ganara las elecciones, algo que suele ocurrir de vez en cuando en las democracias dignas de tal nombre. Que solo una Constitución de consenso puede dar estabilidad a la alternancia política fue una feliz idea que solo pudo alumbrarse en España en 1978, después de más de un siglo de intentar infructuosamente arreglar nuestros enfrentamientos civiles con constituciones de parte. Por esa razón, ningún responsable público, menos que nadie el presidente del Gobierno, debería proponer incorporar el derecho a abortar como un nuevo derecho fundamental en la Constitución, una reforma constitucional para la que no existe nada ni lejanamente parecido al consenso necesario para llevarla a cabo.
Hay una buena parte de la sociedad española que opina que el derecho a abortar debería estar en la propia Constitución, del mismo modo que hay otra buena parte que opina lo contrario. Pero ni unos ni otros deberían olvidar que para que una Constitución pueda dar estabilidad política a un país debe permitir a todos convivir bajo su imperio, aunque no satisfaga completamente a nadie. Eso es lo que pasa con la nuestra: puede que lo que a usted menos le gusta sea lo que más le guste a su vecino. Afortunadamente, la Ley ha encontrado el modo de garantizar que las mujeres que deseen interrumpir su embarazo puedan hacerlo sin necesidad de cambiar la Constitución. Así debería seguir siendo mientras no se alcance un amplio acuerdo para reformarla.


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