Educación y Constitución

 

    ( Publicado en Diario SUR de Málaga  el 29 de noviembre de 2020) 

Las reglas del juego (IV)




Pactar exige madurez

Al principio, de niños, nos resistimos a transigir con cualquier tipo de pacto. Me recuerdo en mi primera infancia muy aficionado a coleccionar una inacabable lista de agravios, reales o imaginarios, para los que constantemente exigía una satisfacción, como los héroes que me gustaba imitar, que no dudaban en batirse con cualquiera ante la más mínima afrenta. Poco importaba que el duelo fuera solo a primera sangre y que los adversarios solieran terminar como inseparables compañeros de aventuras. Ni el honor quedaba restañado ni la amistad era posible si no se conseguía antes la satisfacción requerida. Luego, vamos madurando.

Nadie sabe ya a ciencia cierta cuándo empezó la lista de afrentas (reales o imaginarias) que nuestros representantes públicos se han venido infligiendo unos a otros a cuenta de la educación de nuestros hijos. Lo que sí sabemos es que cada vez que nos enteramos de la última se nos pretende tranquilizar con el anuncio de que no tardará mucho en darse una respuesta igualmente contundente desde la otra parte. Nada menos tranquilizador, sin embargo, que ese lenguaje adolescente («¡ya te enterarás!») que augura que, en cuanto se tercie, se añadirá a la interminable cadena de agravios un eslabón más, otra vez condenado a durar un par de legislaturas, como condenado está el otoño a durar lo que tarda en llegar el invierno. 

Y sin embargo, no siempre fue así. Cuando se hizo el pacto constituyente, los ponentes constitucionales se las arreglaron para que la Constitución recogiera, uno al lado del otro, los dos derechos fundamentales que, desde entonces, deben guiar las leyes educativas: «Todos tienen derecho a la educación. Se reconoce la libertad de enseñanza». De un lado, un derecho social de carácter universal, cuyo acceso tiene que estar asegurado por el Estado como garante de la igualdad; del otro, un derecho de libertad, que obliga a ese mismo Estado a amparar las convicciones que los padres elijan para guiar la formación de sus hijos. Claro que hay tensión entre uno y otro derecho, pero el modelo constitucional exige que la Ley respete ambos a la vez. El trabajo del Parlamento debería consistir en buscar acuerdos que permitieran esa convivencia.

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