Pan y Tronos


(Publicado en Diario SUR de Málaga el 17 de abril de 2022)

Las reglas del juego (XXXIX)         

                                                                                             


    Nada atrae más a la gente que la fiesta. Por eso no hay gobernante que se precie que se resista a asomarse al palco de la que tenga más a mano para darse un baño de multitudes. Desde esta perspectiva, poco han cambiado las cosas desde el «pan y circo» de las sátiras de Juvenal, escritas hace dos mil años, o el «pan y toros» de nuestros ilustrados del siglo XVIII. ¡Nihil novum sub soleNo hay, pues, que extrañarse si en Semana Santa, fiesta multitudinaria donde las haya, se produce un auténtico desembarco de mandatarios o aspirantes a serlo, de toda clase e ideología, que no dudan en ponerse al frente de la procesión, sobre todo si la cofradía tiene un buen número de fieles, todos ellos con derecho a voto en las próximas elecciones. 

    Desde un punto de vista constitucional, que la fiesta sea una manifestación religiosa impone algunos límites a la presencia pública. Nuestra Constitución no permite que ninguna religión tenga carácter oficial, pero tampoco aleja completamente al Estado del fenómeno religioso, pues ordena a los poderes públicos que cooperen con las confesiones, en particular con la Iglesia Católica. Entonces, ¿hasta donde pueden llegar a juntarse las cosas de Dios con las del César? Aparentemente, es una cuestión de grado: por ejemplo, sería claramente inconstitucional que fuera obligado interpretar el himno nacional durante las procesiones, pero parece que no lo es que lo toque quien quiera y cuando le plazca, de manera que, en la práctica, no hay procesión en la que no se termine escuchando la marcha real.

    Además de las cuestiones simbólicas hay otras de carácter práctico que también tienen implicaciones constitucionales. Una de ellas es el uso religioso del espacio público. Puede ser constitucionalmente tolerable que las principales calles de una localidad sean durante una semana al año de uso exclusivo de una confesión religiosa, sobre todo si ello viene acompañado de evidentes beneficios económicos, culturales y de imagen pública para la ciudad, que tienen alcance general. Ahora bien, ese uso, y sus límites, tienen que ser en todo caso dispuestos por las autoridades públicas, pues ni siquiera durante una semana puede admitirse la privatización de lo que es de todos. Ninguna organización religiosa puede decidir, ni en Semana Santa ni en cualquier otra, que hay espacios públicos a los que no pueden tener acceso los ciudadanos.

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